Esta palabras salieron a la luz en el año 1988, cuando, con textos de Ángel Vela, Manuel Macías y yo, pusimos palabras al libro-catálogo de la maravillosa exposición que montaron Paco Molina y el propio Vela en la sala de Villasís del Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Sevilla. Mi querido paisano me pidió una colaboración que, en contra de mi costumbre, llevaba un título muy largo: "De cuando el Arte se convierte en magia por Triana", y ahí quedaron esas páginas para siempre dedicadas de esta forma: "A todos los trianeros que por la fuerza de una ley, injusta y sospechosa, tuvieron que abandonar Triana, su ambiente y sus costumbres, pájaros y azoteas, cuando en su paisaje de isla recluída hizo entrada el moderno fantasma de la especulación".
Hoy, sin ningún guión previo, me he propuesto acercaros la Triana que aún retengo en mi memoria, cada día más frágil y menos precisa. Una Triana más moderna, sin duda, pero que a mí se me quedó en su ancianidad, en los años infantiles cuando rodaba el aro por sus calles; en sus plazoletas de limas por el entonces húmedo septiembre; en sus juegos de "piola" -con o sin espoliniqui-; en sus panderos al aire por el ventoso agosto y en su caza de "zapateros" al pie de una caña a la que habíamos creado una charca a su alrededor, eso que ahora llaman los modernos con la palabra de "bioclima". Una Triana infantil de juegos de trompos y de bolas -nicle, nacle, cholacle-; de huesos de damascos, de álbumes futbolísticos en los que la estampa más coticiada era la de Antoni Ramallets -desde estonces me tira sentimentalmente el Barcelona-; de guerreas en el campo de orazú de El Tardón, frente a lo que es hoy la avenida Juan Díaz de Solís; del "al cielo voy", del juego de la banderita, del correazo, del turco, de los recortables del séptimo de caballería, de los tebeos de Jaimito, Balalín, El Guerrero del Antifaz, El Capitán Trueno, El Jabato, Roberto Alcázar y Pedrín, Carpanta, la Familia Ulises, los inventos del profesor Franz de Copenhague...
La Triana del "José María Izquierdo" -alias Procurador-, con don Antonio Sánchez Lafuente de director, y las caras de "esmayaítos" de don Arturo, don Fermín, don Ángel..., que se alimentaban, igual que nosotros, de leche en polvo y queso americano. La Triana que se abrazó a mi memoria para nunca irse, como si mis recuerdos fuesen un cordón umbilical que siempre me tendrá unido a ella.
En aquella oacasión de "Triana, semblante y genio", mis palabras se desgranaban así:
Tres sílabas amarradas siempre al corazón de un río. Tres golpes de voz, anchos y abiertos, orillados de por suerte y por historia a la mágica singladura del nombre de Sevilla: Triana.
Son dos. Par. Ciudad y cortijada.
Como en el amor, de tanta confidencia conjunta, separadas. Mejor así. Tal vez, Sevilla nunca perdone a Triana sus aires de independencia. Pero la quiere enfrente, como espejo que le devuelve en la memoria sus tiempos de conquista.
Como en el amor, de tanto trato confidente, siempre unidas: riberas de agua y sol en cada borbollón de sangre compartido.
Como en el amor: dos en uno en esa cruz de carne, violenta y fértil.
Como en el amor: enfrentadas siempre, cuerpo a cuerpo, en una lucha eterna de celos y amoríos. Ella, Sevilla, es ciudad. Él, con nombre de mujer -la ciudad de Trajano, la de los tres ríos, la que está más allá de un río- siempre será un barrio, por más que pretenda agigantar sus vuelos de hija predilecta.
Serán siempre, una y otro, ciudad y barrio arrabalero: un frente a frente, mano a mano, sombra y luz, un codo a codo, una serena majestad y una alegre algarabía, guiño constante, cara y cruz de una misma moneda...
Siempre, por dictadura del paisaje, estarán enceladas y, narcisistas las dos, la ciudad y su "guarda", disfrutarán eternamente del tópico o verdad de la copla, del verso y el piropo...
Mientras que Sevilla se yergue señorita y señorial en todos sus perfiles, Triana la mira embelesada, titubea en su lidia amorosa ante esa rosa de piedra llamada Giralda, y vuelve su vista atrás -como defensora de su ciudad-, hacia las blandas colinas aljarafeñas, revestidas años ha, según los cronistas, de almendros, vides, naranjos y olivares...
Sevilla es la luz. Triana -de tanto dorado en hermosos ponientes-, el sueño de esa luz: el ensoñamiento.
Sevilla es el fiel. Triana, la duda del equilibrio conjunto.
Sevilla es el barroco de límites exactos al que nada falta o sobra para una contemplación también barroca de la vista y de la vida. Triana, en cambio, es desbordamiento contínuo de la vida sin necesario temor a las justas proporciones: de arrabal a barrio, y vigía, y espejo blanco y oro florentino para que en él se acicale, con parsimonia, la mujer más llana y esbelta de todos los tiempos.
Si Sevilla es maestra fecunda de las grandes Artes, siempre ha sido Triana aprendiza aventajada de los grandes talleres de Sevilla, meritoria, autodidacta a veces y, en su afán por los caminos de la creatividad, noble y artesana en algunos oficios y artista prima en otros que salieron y tomaron vuelo desde sus fronteras naturales.
Todavía, perdidos ya retazos y jirones de antiguas historias, el Arte se convierte en magia por el barrio: en cualquier rincón; en el recuerdo de sus ilustres nombres; en la memoria de unas gestas mareantes que dieron resplandor a medio mundo; en la añorada y aún próxima visión de sus carpinteros de ribera; en el reflejo oro y verde de sus vidriados; en la cincelada plata de sus orfebres; en el olvidado macillo o martinete sobre el yunque pariendo filigranas en las fragüas; en las estampas rancias y amarillas que, como imágenes de otro tiempo, nos devuelven de pronto, una vez más, la estampa pinturera de un torero que viene a hombros hasta ella desde el anillo dorado de Sevilla; en el grito abierto de una toná -sangre solitaria del primer grito libertario-, en la templanza acompasada de una soleá o en el llanto desgarrador de un ¡ay! por seguiriyas...
Por medio de ese Arte en todas las facetas, que le dieron justa fama, hay que encontrar su magia con ayuda de la imaginación, intentando revivirla en cada golpe de voz, en cada mirada a sus esquinas y calles y plazas, soñando de nuevo el río...
Tras tanta entrada a saco de la especulación por este enclave singular en lo geográfico, hoy es obligado imaginar a Triana y casi reinventarla, para que sea la propia memoria, la de nuestros padres y abuelos, y la de muchos escritores que de ella exaltaron su valía, la que nos devuelva a las raíces de sus sentimientos y orgullos étnicos.
Y es obligación hacerlo así para mejor comprenderla, ya que, además, es la única manera posible de encontrarnos de nuevo -aunque tan sólo sea en el corazón-, con una Triana en esa plenitud de la que jamás debió ser desposeída; de saborearla paso a paso para beber la vieja y rancia solera de su envinado odre; de recorrerla, con vista mágica, para poner sobre sus aguas: galeones, zabras, pataches, arrogantes carabelas, nocturnas y entrañables cuchareras, vapores de tránsito y barcos para la sal..., y, en las redes perdidas, lampreas, sábalos, sabogas, picones, barbos, carpas, machuelos y albures...
Para intentar la belleza y alegría en sus calles, la hermosura en su paisaje de siempre, su señorío y espíritu noble sin nobleza afincada, habría que soñarla como la vivió Ariño, estudiarla a fondo como Justino Matute, gozarla a tope como Diego Cuelvis en el XVI y Davillier y Borrow y muchos otros en el XIX, sentirla íntimamente como el gran maestro Rafael Laffón, recorrerla de vagabundo como Cela, o entusiasmarse con ella, una y otra vez en nuestros días, como Ángel Vela, Manuel Macías y un manojo de trianeros que, en estos tiempos difíciles para la memoria colectiva, están haciendo posible que Triana resurja, vivamente, en el recuerdo de su nombre, de sus tradiciones, de su gente laboriosa, de las viejas profesiones desaparecidas y de esas artes que fueron magia a la orilla derecha del río grande...
Afortunadamente -aunque pocos trianeros quedan ya en el barrio-, el sentimiento del lugareño es profundo y aún se presume de haber nacido en el corral de La Parra, de La Hormiga, del Cura o de Montaño, en la calle Pureza, Fabié, Alfarería o Covadonga. No es arte mayor este del lugar exacto del nacimiento, pero también es arte, al menos, para los trianeros de cuatro cuarterones. Vuelven sus habitantes de los "polínganos" de la periferia en las grandes efemérides y, rara vez, no cruzan el puente una vez por semana para empaparse de los acontecimientos cotidianos del barrio. Triana pesa mucho en la estructura y tejido interno de la propia ciudad. Aniquilaron sus calles, corrales y casa de vecindad, sus formas de vivir y entenderse, pero jamás pudo la especulación y el destierro con su espíritu de pueblo conjunto...
Corpus Chico, Rocío, Estrella, Salud, Esperanza, Cachorro -sobre todo El Cachorro-, la O..., son reclamos fieles de una feligresía en la diáspora para la vuelta a los sitios comunes: a sus calles, al recuerdo de sus vivencias, a sus tabernas de siempre, al reencuentro con sus compadres para la conversación del mediodía. Este reencuentro en grandes ocasiones, sí es para el trianero Arte mayor, Arte del bueno, Arte del que necesitan más cada día, para que el barrio no se les difumine nunca en una vivienda vertical de polígonos extraños que ellos nunca quisieron poseer...
Es por eso que buscan el encuentro con el terreno cada vez que pueden, con esa luz distinta de Triana, con ese amor de otros tiempos en las esquinas de los amores y desamores de siempre, con sus azoteas de antiguas canarieras y palomares, con las mimadas macetas de geranios en las albas paredes de sus patios de vecindad...
Por medio y por dentro: el río. Por ese sentimiento interior, que nunca razón justificada, aunque el Padre Flores dejase para la historia la célebre frase: "El que un río corra por medio de un pueblo, no basta para decir que son dos...", Triana, también Sevilla, sabe que sí, porque el río, desde antiguo, ha sido miembro diferenciador entre la ciudad y el antiguo arrabal.
El escritor Antonio Burgos -puede decirse que cronista oficial del sentimiento de Sevilla-, decía en un artículo que no sólo admiraba a los trianeros por su sentido de barrio, sino por el de calle, de corral y escalera. Para mí, esa admiración de tan prolífico como buen escritor, se traduce en que el trianero tiene arte y magia al mismo tiempo. No hay mayor fe -sin religión impuesta- que la que tiene el trianero para defender las cosas de su barrio, la que tiene para demostrar sus instintos naturales. Él, sin duda, jamás sabrá explicar por qué, qué siente, por qué vuelve, por qué le duele Triana, y sus cosas, y su gente..., pero intuye que mantiene en sí el peso de una casta de barrio, las constantes vitales de los demás desheredados.
El peso del amor, también es Arte.
Si Sevilla es la ciudad, Triana, amante de ella, nunca debió ni debe sentirse insatisfecha. Ellas, frente a frente, son como cosas diferentes, pero la misma cosa. Magia en las dos. Y la luz y el Arte por las mismas riberas, por las mismas orillas de gloria.
Una y otra, si no se correspondieran, nunca, jamás, serían la magia y el Arte en los que hoy nos retratamos.