Nací casi a la sombra de Santa Ana y a ella me llevan siempre mis pasos cada vez que vuelvo al arrabal. Es el centro y fiel de mi memoria desde la nacencia. Ante su altar mayor se casaron mis padres, y mis tías, y yo y mi hijo Pablo. Y en su pila bautismal -que se colocó en la víspera de Señora Santa Ana del año 1499- recibí el primer sacramento de manos de José María Arroyo Cera, como más tarde lo recibieron mis primos y mis cuatro nietos. El alma siempre me vuela hacia su recinto cuando pongo el norte hacia mi barrio. Es, por una parte, como una descarga de sentimientos; por otra, la aspiración del gozo más profundo para otro tiempo de ausencias.
No hablo ya de ella como corazón de las más entrañables obras artísticas -que hoy de nuevo están reluciendo gracias al tesón de su párroco, Manuel Azcárate, y de la creación de la escuela taller que conduce como monitor Enrique Lobo Lozano-, sino como centro de gravedad de mi vida, como veleta física de mi fe. Cuando desde lejos veo su torre -esa torre cobalto que da nombre a este blog- sé que a sus pies están condensadas casi todas mis emociones: las alegres y las que te dejan luto en el alma. Por su plazuela de la Sacra Familia, a la que la propia Santa Ana borró el nombre, corría cuando niño, y jugaba al turco y al escondite, y chillaba con mi charpilla al término de los bautizos para que el padrino lanzase un buen puñado de monedas al aire: ¡Padrino, no te lo gaste en vino, échalo a pelón...!, y allá que nos lanzábamos como albatros en la bocana de la puerta de Vázquez de Leca para conseguir unas perrillas con las que comprar algunas estampas, algún palmito de Hinojos o una manzana caramelizada con un palillo hundido en su pulpa...
Ya de mayor, no me canso de admirar sus grandezas: la maravilla del retablo de Pedro de Campaña -tan felizmente restaurado-; las imágenes de sus titulares -encargadas por Alfonso el Sabio-; a Madre de Dios del Rosario -Patrona de los capataces y costaleros de Sevilla-; la custodia de Andrés de Ossorio que se asienta sobre el basamento ejecutado por Blas Amat; la Pura y Limpia de la capilla sacramental, que dicen nacida de las manos de Duque Cornejo; la hermosísima Virgen de la Rosa de Alejo Fernández, que siempre me acerco a contemplar en el trascoro; la Virgen de la Victoria...
Cuántas veces habré entrado por las mismas puertas por la que entraron santa Teresa de Jesús, conquistadores, almirantes, capitanes de naos, y hasta reyes. Todos, como yo cada vez que tengo la suerte de cruzar el puente, se postraron ante la gran abuela del viejo arrabal: esa Señá Santa Ana que sigue vigilando a sus hijos desde hace siete siglos largos, y a la que habla cada día, en la soledad del templo, pidiéndole salud para estar siempre a su lado, Francisco Rodríguez Moreno "El Mudo".
No hablo ya de ella como corazón de las más entrañables obras artísticas -que hoy de nuevo están reluciendo gracias al tesón de su párroco, Manuel Azcárate, y de la creación de la escuela taller que conduce como monitor Enrique Lobo Lozano-, sino como centro de gravedad de mi vida, como veleta física de mi fe. Cuando desde lejos veo su torre -esa torre cobalto que da nombre a este blog- sé que a sus pies están condensadas casi todas mis emociones: las alegres y las que te dejan luto en el alma. Por su plazuela de la Sacra Familia, a la que la propia Santa Ana borró el nombre, corría cuando niño, y jugaba al turco y al escondite, y chillaba con mi charpilla al término de los bautizos para que el padrino lanzase un buen puñado de monedas al aire: ¡Padrino, no te lo gaste en vino, échalo a pelón...!, y allá que nos lanzábamos como albatros en la bocana de la puerta de Vázquez de Leca para conseguir unas perrillas con las que comprar algunas estampas, algún palmito de Hinojos o una manzana caramelizada con un palillo hundido en su pulpa...
Ya de mayor, no me canso de admirar sus grandezas: la maravilla del retablo de Pedro de Campaña -tan felizmente restaurado-; las imágenes de sus titulares -encargadas por Alfonso el Sabio-; a Madre de Dios del Rosario -Patrona de los capataces y costaleros de Sevilla-; la custodia de Andrés de Ossorio que se asienta sobre el basamento ejecutado por Blas Amat; la Pura y Limpia de la capilla sacramental, que dicen nacida de las manos de Duque Cornejo; la hermosísima Virgen de la Rosa de Alejo Fernández, que siempre me acerco a contemplar en el trascoro; la Virgen de la Victoria...
Cuántas veces habré entrado por las mismas puertas por la que entraron santa Teresa de Jesús, conquistadores, almirantes, capitanes de naos, y hasta reyes. Todos, como yo cada vez que tengo la suerte de cruzar el puente, se postraron ante la gran abuela del viejo arrabal: esa Señá Santa Ana que sigue vigilando a sus hijos desde hace siete siglos largos, y a la que habla cada día, en la soledad del templo, pidiéndole salud para estar siempre a su lado, Francisco Rodríguez Moreno "El Mudo".
Ni más ni mejor se puede añadir.
ResponderEliminarSentimiento, vivencia e información de La Catedral de Triana.
Es mi norte, Paco. Algunas veces, y sin ni siquiera enterarse mis amigos, cojo el AVE a la primera hora del alba y me planto allí, a verla, a sentirla como si fuese el niño aquel que nació y creció a dos pasos de ella. Echo mis lagrimitas, me tomo un par de copas de manzanilla, y vuelta a casa. ¡ Y qué feliz!
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