Si la calle Torrijos -tan cercana al río- fue la calle de mi nacencia y la de Pureza la de mi crianza junto a mi abuela, la del Betis fue la gran calle de mis juegos infantiles y de mis primeros gozos. ¿Qué mejor visión podía tener un niño viendo los barcos a orillas de su casa, las riadas puntuales mirando a la boca del león, las aperturas del levadizo puente de San Telmo y la libertad de sentarse bajo la gran chopera que formaba un bosque desde la zapata al bar Puerto?
A aquella edad desconocía toda la historia de esa calle. Me paseaba, sin saberlo, por los mismos sitios donde lo hicieron Colón, y más tarde Magallanes y Elcano, donde trabajaban los carpinteros de ribera que tanto llamaban mi atención, y los calafates, y los marineros más expertos de toda la historia náutica. Mi placer era que la hermosa y juguetona "Yola", la perrita que tenía mi abuela, se pasease libremente por entre la chopera y los ancianos eucaliptus, y, además, con la recompensa de unas monedas para algunas chucherías. Tenía enfrente el paisaje más hermoso del mundo, y aunque mis ojos niños se clavaban en aquella gigantesca torre, hasta cuyo cuerpo de campanas me subía mi padre en alguna ocasión, no sabía aún valorar la importancia de aquel visionado de cada tarde.
Si recuerdo que me quedaba ensimismado viendo desde la cercana lejanía el trasiego del muelle de la sal, en el que entraban y salían con un ritmo endiablado barcos y más barcos de mediana eslora para descargar el elemento que se amontonaba sobre los adoquines en grandes montañas que de nieve parecían, mientras docenas de obreros, con unas grandes palas de madera, volteaban y seguían volteando aquellos prismas que casi de seguro vendrían de las salinas de San Fernando. Y cómo, de tarde en tarde, pasaba un tren exhalando su humo negro por la boca de la chimenea que se iba tragando lentamente el tunel del estribo del puente de Triana.
Eran tardes deliciosas, junto a "Yola", jugando al aro que me había hecho un amigo de mi padre que era fresador en la Hispano. Puede ser que fuese entonces cuando fui dándome cuenta de que era un niño solitario, pero no solo. Siempre me gustaba tener bien abiertos mis ojos, mirándolo todo, y me distraía con cualquier cosa: viendo pasar las barquillas que preparaban sus redes entre dos palos para la faena de la noche; observando cómo la Giralda se vestía de oros y violetas al caer el poniente; los penúltimos piares de los pájaros antes de la "queá" por la fronda cercana; las voces de los hombres que pasaban buscando la taberna de siempre...
Ese era mi mundo de los primeros años del 50: mi corral de la calle Torrijos con mi inolvidable abuelo, las caricias y meriendas de mi abuela Emilia -separados desde que yo tuve memoria de ellos-, y mis paseos con aro y perrita por esa calle que no gozó de su nombre actual hasta el año 1859, y a la que llamaban antes como Orilla del Río, Lado del Río o Derecha del Río, y que desde siempre ha sido y sigue siendo la calle de mis mejores sueños y recuerdos.
Memorias aparte merecen sus días de Velá, en los que, agarrado a mis padres, la vida se me colaba con la misma intensidad que el sol se cuela tras los visillos de las casas. Mi madre con su moña de jazmines sobre su hermoso pelo cobrizo y su vestido de piqué blanco floreado de grandes rosas azules, mi padre con la risa en los labios, las tapitas de barbo en "La primera del puente"... Y después, para rematar la noche, tras haber tomado un caldo Maggi en "La Cabaña", en la puerta del gran edificio de la telefónica trianera, los sainetes del "Quinto", "Sirenitis" y "Mi guitarra y yo" con las ocurrencias de Manolín, Escalera y Pepineti, mientras el niño que yo era se quedaba dormido sobre las faldas de su madre sin soltar el botín de unas avellanas verdes...
Si recuerdo que me quedaba ensimismado viendo desde la cercana lejanía el trasiego del muelle de la sal, en el que entraban y salían con un ritmo endiablado barcos y más barcos de mediana eslora para descargar el elemento que se amontonaba sobre los adoquines en grandes montañas que de nieve parecían, mientras docenas de obreros, con unas grandes palas de madera, volteaban y seguían volteando aquellos prismas que casi de seguro vendrían de las salinas de San Fernando. Y cómo, de tarde en tarde, pasaba un tren exhalando su humo negro por la boca de la chimenea que se iba tragando lentamente el tunel del estribo del puente de Triana.
Eran tardes deliciosas, junto a "Yola", jugando al aro que me había hecho un amigo de mi padre que era fresador en la Hispano. Puede ser que fuese entonces cuando fui dándome cuenta de que era un niño solitario, pero no solo. Siempre me gustaba tener bien abiertos mis ojos, mirándolo todo, y me distraía con cualquier cosa: viendo pasar las barquillas que preparaban sus redes entre dos palos para la faena de la noche; observando cómo la Giralda se vestía de oros y violetas al caer el poniente; los penúltimos piares de los pájaros antes de la "queá" por la fronda cercana; las voces de los hombres que pasaban buscando la taberna de siempre...
Ese era mi mundo de los primeros años del 50: mi corral de la calle Torrijos con mi inolvidable abuelo, las caricias y meriendas de mi abuela Emilia -separados desde que yo tuve memoria de ellos-, y mis paseos con aro y perrita por esa calle que no gozó de su nombre actual hasta el año 1859, y a la que llamaban antes como Orilla del Río, Lado del Río o Derecha del Río, y que desde siempre ha sido y sigue siendo la calle de mis mejores sueños y recuerdos.
Memorias aparte merecen sus días de Velá, en los que, agarrado a mis padres, la vida se me colaba con la misma intensidad que el sol se cuela tras los visillos de las casas. Mi madre con su moña de jazmines sobre su hermoso pelo cobrizo y su vestido de piqué blanco floreado de grandes rosas azules, mi padre con la risa en los labios, las tapitas de barbo en "La primera del puente"... Y después, para rematar la noche, tras haber tomado un caldo Maggi en "La Cabaña", en la puerta del gran edificio de la telefónica trianera, los sainetes del "Quinto", "Sirenitis" y "Mi guitarra y yo" con las ocurrencias de Manolín, Escalera y Pepineti, mientras el niño que yo era se quedaba dormido sobre las faldas de su madre sin soltar el botín de unas avellanas verdes...
¡Calle del Betis! ¡La aurora de mi infancia, la acera de agua por donde creció este niño ya viejo que sigue mirando con devoción al río de su propia historia!
Un río es el más hermoso paisaje para los ojos de los chiquillos. También tuvimos esa suerte porque lo disfrutamos intensamente. Tu relato me ha recordado a Rafael Laffón, aquel sentido poeta que despertó a la vida en un balcón de la calle Betis. Su padre, mártir de la Medicina (murió por un contagio), fue director de la antigua Casa de Socorro. Por la historia de la Velá anda con toda su belleza a cuesta nuestra Orilla del Río.
ResponderEliminar¡ Otro relato entrañable !
ResponderEliminarNo he nacido ni me he criado aquí,pero esa calle es puro "embrujo" ( aunque me quedo con su visión,la de el Sr. Vela y la que me contaban mis padres y abuelos,que sí son trianeros ).
Una duda....El Kiosko "Los Chorritos" debe tener su historia, pero es que desde que lo conozco siempre está cerrado, y me extraña, por la situación y el enclave en que se encuentra.
Ya debería estar en la calle tu libro de la Velá, Ángel, sería estupendo que los dos tomos salieran antes de la Velá del próximo año. Rafael Laffón vivió en la casa de junto a mi abuela. Todavía está el edificio en pie: Betis, esquina a Arfián, junto adonde se ubicaban los célebres "Talleres Betis". La "Sevilla del buen recuerdo" de Laffón es una auténtica delicia.
ResponderEliminarContestando a Paco León le digo que, para mí, es la calle de más magia de Triana. El Kiosko de "Los Chorritos" es muy antiguo. Nuestro bloguero Ángel Vela podrá explicarnos mejor por qué está siempre cerrado, ya que yo sigo todavía en la diáspora de Córdoba.
Bueno, diré lo que sé. "Los Chorritos" (por los de agua para las manos) fue iniciativa de un trianero genial llamado Paco Monclova, tan genial que un día me demostró que había sido el inventor de la quiniela de fútbol. Aquella frase de "¡Sardinas vivas! ¡Viva!" fue su grito de "guerra". Hablamos de los años cincuenta.
ResponderEliminarDesconozco por qué permanece cerrado; habría que pasear por la calle Betis los fines de semana para comprobarlo.
Respecto al libro de la Velá hay buenas perspectivas para su publicación, aunque las editoriales no están en su mejor momento comercial y eso está retrasando su edición. Una Fiesta Mayor, un bien singular de Triana, la fiesta más antigua de Sevilla y quizás de Andalucía permanece a la espera... como tantas cosas en nuestro famoso barrio. Esto de tener sólo el carnet de conducir "conduce" a estas situaciones. Tú, Emilio, eres el único que lo conoce porque un valor añadido del primer tomo es tu mágnífico prólogo. Bueno, pues al menos que se sepa que la Velá también nos ha ocupado parte de nuestro tiempo.
Muchas gracias por la aclaración sobre "Los Chorritos".
ResponderEliminarYo recuerdo que este hombre que dices era gran amigo de mi padre. Me parece que mi padre le había hecho un favor de tema jurídico, y siempre que íbamos allí recuerdo que no le cobraba. Muchas gracias por la aclaración a nuestro bloguero Paco León.
ResponderEliminarY esperamos el libro con gran interés.
Pues bien pudo ser ese tema jurídico la defensa que Paco Monclova montó por su cuenta para que le reconocieran el invento de la quiniela futbolística. Eran tiempos en los que no se podía exigir demasiado y tuvo que claudicar, pero por ahí debo tener las copias que me dejó sobre su genialidad, una más.
ResponderEliminarNo recuerdo el tema, era yo muy pequeño. Pero sí recuerdo que cuando veía a mi padre era como si viese a Dios. Bien sabes que mi padre fue un santo para los demás.
ResponderEliminarLa labor que hacían las personas como tu padre era de un valor vital. Tu padre fue el apoyo de muchos vecinos en asuntos engorrosos, cuando tantos carecían de conocimientos y posibilidades. Allí estaba don Ramón (se le nombraba con mucho respeto) dispuesto a allanar los caminos que tantas veces se oscurecían.
ResponderEliminarNo sé con quiénes hablaba, pero he visto sacar a algunos de la cárcel borrarles los antecedentes penales para que pudieran ser contratados en la Alemania emigrante de aquellos años... Lo dicho, un santo para los demás, aunque no tuviésemos que comer encima de la mesa. Pero Dios siempre proveyó.
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