(En la hora en que el alba asoma por Oriente
se oyen en la taberna unas voces que gritan:
"Levantaos, camaradas, y llenad vuestras copas,
pues ya se agita el dulce vino de la existencia.")
Omar Kheyyam
A la hora del alba huele a aguardiente por todos los rincones machos de la geografía. Desde Sabadell a Segovia, pasando por Chinchón, hasta llegar a la piquera de la sierra contrabandista de Rute, a las agrestes lomas sevillanas de Cazalla y Constantina, o Alosno, sitial del Andévalo huelvano, o la Huelva toda, terminando en el sur de los sures del mundo que es la Gades trimilenaria, ese aroma peculiar puebla calles y plazuelas, tabancos y templos tabernarios, mesas de pobres y ricos altares, labios viejos y jóvenes, rostros arrugados y tersas pieles: abocando las primeras palabras del día, los iniciales desperezos de la luz virgen, convirtiéndose en la resurrección, precisa y preciosa, de un nuevo amanecer.
Es el alba, la aurora que trae en cada génesis un infinito aroma de anises y aguardientes, sabores aromáticos de alambiques tan cercanos como familiares, granos de matalahúva desbravados para matar el gusanillo de la pereza, para ir templando el día que se viene encima, inmediato quitapenas de los problemas del hombre:
se oyen en la taberna unas voces que gritan:
"Levantaos, camaradas, y llenad vuestras copas,
pues ya se agita el dulce vino de la existencia.")
Omar Kheyyam
A la hora del alba huele a aguardiente por todos los rincones machos de la geografía. Desde Sabadell a Segovia, pasando por Chinchón, hasta llegar a la piquera de la sierra contrabandista de Rute, a las agrestes lomas sevillanas de Cazalla y Constantina, o Alosno, sitial del Andévalo huelvano, o la Huelva toda, terminando en el sur de los sures del mundo que es la Gades trimilenaria, ese aroma peculiar puebla calles y plazuelas, tabancos y templos tabernarios, mesas de pobres y ricos altares, labios viejos y jóvenes, rostros arrugados y tersas pieles: abocando las primeras palabras del día, los iniciales desperezos de la luz virgen, convirtiéndose en la resurrección, precisa y preciosa, de un nuevo amanecer.
Es el alba, la aurora que trae en cada génesis un infinito aroma de anises y aguardientes, sabores aromáticos de alambiques tan cercanos como familiares, granos de matalahúva desbravados para matar el gusanillo de la pereza, para ir templando el día que se viene encima, inmediato quitapenas de los problemas del hombre:
Aguardentillo del alma,
cuántas penitas me quitas.
¿Adónde las echas luego
que todas se purifican?
Dale que dale,
el aguardiente las quema,
las hace aire.
El aguardiente, que tanto protagonismo ha tenido, ha sido cantado en todas las latitudes por la voz popular: desde Colombia a Chile, desde México a las más reconditas poblaciones de nuestra geografía hispana y, aunque escritores tan importantes para el Siglo de Oro de nuestras letras como Cervantes, Góngora o Quevedo le dedicasen alguna que otra mención laudatoria, o Alberti, Lorca y algunos poetas de nuestros días, el pueblo llano es quien ha clavado su historia en cuartetas y quintillas, en la sencillez majestuosa de los tres renglones que componen una sentenciosa Soleá, o en los versos, vibrantes por sentidos, de un fandango campero.
Leí en alguna página perdida en mi memoria, quizás refiriéndose a la tierra colombiana -debida a la pluma de don Bernardo Arias Trujillo-, que el trovador saca siempre sus mejores coplas para el grato licor nacional: Don Anís, porque resbala por el cogote como un chorro de alegría, es sabroso al paladar, perfuma las conversaciones, prende efusión en las almas tristes y es compañero de los gustos y disgustos del pueblo; que él preside los casamientos, acompaña los velorios de un difunto, la enfermedad de un compadre, el bautizo de un niño, las veladas de las fondas, las corridas de toros y los paseos, y que no puede faltar en ningún sitio porque a todas horas de le reclama y solicita.
Mientras del vino existen miles de publicaciones científicas, artículos y tratados excelentes, que han hecho de él un referente cultural en todo el mundo, del aguardiente apenas si nos quedan los nombres con que se le designa en los distintos países: agua de fuego, guaro, guarapo, agua bendita, branquinha, kummel, raki, douzico, zuninga o cachaca, entre otras. Sus muchas cualidades medicinales como diurético, afrodisiaco, carminativo, remediador de estómagos y curador de la hiposidad por la esencia de anetol que contienen sus semillas, algo de historia de algunas licorerías y una pequeña leyenda que nos sitúa su nacimiento unos 327 años antes de Cristo, cuando Alejandro Magno (curiosamente nombre de brandy andaluz) organizaba el imperio persa. Poco más.
Pero, evidentemente, mi intención no es hablaros del aguardiente nacido de la caña de azúcar, la pamela y la miel, que fueron productos que junto al oro, la riquísima patata y el maldito tabaco trajo Colón de América, regalándoles a cambio de tanta dadivosidad la pérfida y silenciosa sífilis; ni del aguardiente que hasta hace dos diglos se fabricaba en España a partir de la vid hasta que llegó la tan odiada filoxera; ni de los anisados extra secos, secos, semisecos o dulces dependiendo en su proceso de destilación de los gramos de azúcar que el maestro de alambiques tenga determinado para las diversas "marcas" de la Casa; ni de los países como Brasil, Colombia o Turquía, especialistas en la obtención del anís según los códigos árabes, que fueron, curiosamente, y aunque su religión se lo prohibe (todo esto entre comillas) los primeros en destilar vino para obtener el apetitoso alcohol, auténticos maestros en los secretos de la alquitara y la destilación más refinada.
La labor de estas líneas es acercarles al corazón de la copla del aguardiente, al amor que ha destilado con sus sorbos, a las penas que ha quitado al hombre en malos momentos de la existencia, a la filosofía de su abuso que se refleja entre renglones, a la verdad del refrán que lo hizo célebre en sus citas, al enfrentamiento y reflexión frente a la muerte, a la propia necesidad de su compañía mañanera, al humor con que el pueblo lo ha adornado en no pocas jornadas, al canto llano y sencillo que ha provocado en los paladares más vulgares, aún siendo inexcusable su presencia en ricas mesas de emperadores, reyes y gobernantes de los más diversos pelajes.
La copla es sinónimo de vida, de espontaneidad, de pronta genialidad y, aunque nacida en el pueblo, o por eso mismo, de tremenda sabiduría. Se equivocan siempre los que nos gobiernan, los que nos han manejado y los que vendrán a hacer lo mismo, pero jamás el pueblo llano que, de tantas cabañuelas, de tanto conocer el comportamiento de vides y olivares, de ritmos y latidos humanos, de vigas pisadoras, alambiques y toneles, de yeguas y crianzas, de trigos y algodones, lluvias y granizadas, son creadores diarios de un nuevo génesis que amanece en los surcos y termina en las tabernas, donde también son las palabras sabias y muy sabios los consejos.
La copla es sinónimo de vida, de espontaneidad, de pronta genialidad y, aunque nacida en el pueblo, o por eso mismo, de tremenda sabiduría. Se equivocan siempre los que nos gobiernan, los que nos han manejado y los que vendrán a hacer lo mismo, pero jamás el pueblo llano que, de tantas cabañuelas, de tanto conocer el comportamiento de vides y olivares, de ritmos y latidos humanos, de vigas pisadoras, alambiques y toneles, de yeguas y crianzas, de trigos y algodones, lluvias y granizadas, son creadores diarios de un nuevo génesis que amanece en los surcos y termina en las tabernas, donde también son las palabras sabias y muy sabios los consejos.
Aunque del tema del aguardiente en la copla no se me ocurre nada que decir, saludo a Emilio y a los lectores de este blog, desde mis vacaciones en El Puerto de Santa María, donde hoy, esta tarde, acaba de aparecer de nuevo el levante.
ResponderEliminarDe pronto me han venido al olfato, el sentido con mejor memoria, las calles de Zalamea la Real, lugar de mis vacaciones de muchacho; allí "una copa" es siempre de aguardiente...
ResponderEliminarEl Puerto de Santa María, al que tanto quiero, es buen sitio para un veraneo relajado. Que os lo paséis muy bien para volver con ganas de hacer cosas.
ResponderEliminarMi familia materna tenía una destilería en Constantina, y jamás se me ha olvidado el olor especial que tenía aquel lugar cuando empezaba a funcionar el alambique. Los olores de infancia y juventud jamás se olvidan.
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