AÑORANZAS POR EL TORRUÑUELO
No es cierto que la memoria herida sea la peor y más
infeliz de las memorias. Desde el corral de mi nacencia de la calle Torrijos,
casi no me di cuenta de cuándo llegué a este lugar, compuesto de tres calles
fantasmagóricas a las que aún no había llegado a todas las casas el luminoso
invento de Thomas Alva Edison; calles que, más que trianeras por absorción del
gran arrabal, parecían decorados de un Far-West para que rodara Edwin S. Porter
a la banda de Bill Doolin en el atraco al tren de Rock Island.
Eran tres sus calles, como La Pinta, La Niña y la
Santa María, o como el triunvirato de Gitanillo, Manolete y Arruza. A partir de
1940, muchos trabajadores de jornal ínfimo, profesionales de oficio, y recién
casados, labraron las casas, con sus propias manos y los elementos de
construcción más cercanos a ellas, en los terrenos llamados Tejar de El
Torruñuelo, en sitio de casi nadie, pagando el metro cuadrado a quince pesetas.
Si sus calles se llamaban al inicio como A, B y C, que ni nombre tenían, a
algún culto preboste de la Ciudad se le ocurrió rotularlas con nombres de
personajes ilustres que aún permanecen en su nomenclátor, así los del jurista y
poeta sevillano Cristóbal Mosquera de Figueroa, el del teólogo y escritor del
XVI, Juan de Pineda, y el del gran vidriero de la Catedral de Sevilla, Arnao de
Flandes.
En aquel primer trozo de vida, entre chinches, piojos
y ratas, descubrí allí la “miguilla” y estrené mi primera pizarra y lapicero;
aprendí a convivir con los niños que tenían lo mismo que yo, es decir, tan poco
como yo; aprendí a montar en las bicicletas remendadas que alquilaba Genaro a
perra gorda la vuelta; coleccionaba las bolas de cristal que taponaban las
gaseosas del minúsculo bar de Victoriano “El Jorobao”; fabricaba mis primeros y
queridos juegos; remontaba gigantescos panderos de caña, papel de seda y telas
viejas; recortaba mis soldados y los pegaba con engrudo casero hecho de harina
y agua; lanzaba al cielo la “reolina”, jugaba al trompo, a los huesos de
damascos, a la billarda, a la tángana, a la lima con las primeras lluvias de
septiembre, al aro, a la pelota de trapo y a las cajillas, cambiaba estampas y
me dejaba los nudillos en el rudimentario patinete…
Y en aquel Torruñuelo lejano en la memoria, sentí qué
significaba la muerte de un amigo, de Cristobalín, ahogado en las primeras
excursiones a Mazagón… Allí sufrí la pérdida de mi hermana Pepi cuando corrían
los días de Semana Santa de 1955, y allí, en aquellas calles que formaban la
“H” del heroísmo por la supervivencia, supe de las purgaciones con ricino, de
las dolorosas inyecciones de “Hepal Crudo”, de mucho pan con aceite y muchas
sopas de tomates…, pero me negaría a mí mismo si no dijese que también supe de
la sana dicha de la libertad.
Hoy, cuando alguna vez que otra mis pasos retornan por
allí, me acuerdo de la barbería de Juan “El Legionario”, que te pelaba casi de
balde y encima te obsequiaba con tabaco; de los bautizos y bodas que se
celebraban en “Casa Picón”; de “Villa Cristobalina”, el inmenso corral en el
que el gran músico y compositor, Gualberto, soñaba con una vida cuajada en
pentagramas; de Enrique “El Marconi”, el que arreglaba las viejas lámparas de
los pocos aparatos de radio existentes…
Cincuenta y cinco años más tarde, la nostalgia aún me
lleva a desandar lo andado y encontrarme, niño yo todavía, con baby de
crudillo, por las calles de la infancia.
(Triana Crónica. Nº 10. Noviembre de 2011)
Precioso, Emilio. La personalidad es lo más nuestro que tenemos...
ResponderEliminarEs bonito y positivo recordadar, también es válido para evitar...los errores...en resumen creo que es bueno.
Hasta siempre.
Triste, Mari Carmen, muy triste. Desde la distancia se recuerda con gozo, pero había que vivir aquellos momentos, aunque no nos falta mucho tiempo para repetirlos tal como está la cosa, desgraciadamente.
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