miércoles, 6 de febrero de 2013

MIS CRÓNICAS DE TRIANA (10)


AÑORANZAS POR EL TORRUÑUELO

No es cierto que la memoria herida sea la peor y más infeliz de las memorias. Desde el corral de mi nacencia de la calle Torrijos, casi no me di cuenta de cuándo llegué a este lugar, compuesto de tres calles fantasmagóricas a las que aún no había llegado a todas las casas el luminoso invento de Thomas Alva Edison; calles que, más que trianeras por absorción del gran arrabal, parecían decorados de un Far-West para que rodara Edwin S. Porter a la banda de Bill Doolin en el atraco al tren de Rock Island.

Eran tres sus calles, como La Pinta, La Niña y la Santa María, o como el triunvirato de Gitanillo, Manolete y Arruza. A partir de 1940, muchos trabajadores de jornal ínfimo, profesionales de oficio, y recién casados, labraron las casas, con sus propias manos y los elementos de construcción más cercanos a ellas, en los terrenos llamados Tejar de El Torruñuelo, en sitio de casi nadie, pagando el metro cuadrado a quince pesetas. Si sus calles se llamaban al inicio como A, B y C, que ni nombre tenían, a algún culto preboste de la Ciudad se le ocurrió rotularlas con nombres de personajes ilustres que aún permanecen en su nomenclátor, así los del jurista y poeta sevillano Cristóbal Mosquera de Figueroa, el del teólogo y escritor del XVI, Juan de Pineda, y el del gran vidriero de la Catedral de Sevilla, Arnao de Flandes.

En aquel primer trozo de vida, entre chinches, piojos y ratas, descubrí allí la “miguilla” y estrené mi primera pizarra y lapicero; aprendí a convivir con los niños que tenían lo mismo que yo, es decir, tan poco como yo; aprendí a montar en las bicicletas remendadas que alquilaba Genaro a perra gorda la vuelta; coleccionaba las bolas de cristal que taponaban las gaseosas del minúsculo bar de Victoriano “El Jorobao”; fabricaba mis primeros y queridos juegos; remontaba gigantescos panderos de caña, papel de seda y telas viejas; recortaba mis soldados y los pegaba con engrudo casero hecho de harina y agua; lanzaba al cielo la “reolina”, jugaba al trompo, a los huesos de damascos, a la billarda, a la tángana, a la lima con las primeras lluvias de septiembre, al aro, a la pelota de trapo y a las cajillas, cambiaba estampas y me dejaba los nudillos en el rudimentario patinete…

Y en aquel Torruñuelo lejano en la memoria, sentí qué significaba la muerte de un amigo, de Cristobalín, ahogado en las primeras excursiones a Mazagón… Allí sufrí la pérdida de mi hermana Pepi cuando corrían los días de Semana Santa de 1955, y allí, en aquellas calles que formaban la “H” del heroísmo por la supervivencia, supe de las purgaciones con ricino, de las dolorosas inyecciones de “Hepal Crudo”, de mucho pan con aceite y muchas sopas de tomates…, pero me negaría a mí mismo si no dijese que también supe de la sana dicha de la libertad.

Hoy, cuando alguna vez que otra mis pasos retornan por allí, me acuerdo de la barbería de Juan “El Legionario”, que te pelaba casi de balde y encima te obsequiaba con tabaco; de los bautizos y bodas que se celebraban en “Casa Picón”; de “Villa Cristobalina”, el inmenso corral en el que el gran músico y compositor, Gualberto, soñaba con una vida cuajada en pentagramas; de Enrique “El Marconi”, el que arreglaba las viejas lámparas de los pocos aparatos de radio existentes…

Cincuenta y cinco años más tarde, la nostalgia aún me lleva a desandar lo andado y encontrarme, niño yo todavía, con baby de crudillo, por las calles de la infancia.


(Triana Crónica. Nº 10. Noviembre de 2011)

2 comentarios:

  1. Precioso, Emilio. La personalidad es lo más nuestro que tenemos...
    Es bonito y positivo recordadar, también es válido para evitar...los errores...en resumen creo que es bueno.
    Hasta siempre.

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  2. Triste, Mari Carmen, muy triste. Desde la distancia se recuerda con gozo, pero había que vivir aquellos momentos, aunque no nos falta mucho tiempo para repetirlos tal como está la cosa, desgraciadamente.

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