Si la bondad natural fuese medible, habría que buscarla en la cara de mi tío Antonio, mi preferido en el amplio clan materno. Desde pequeño, cogiéndole la guerra de lleno, cuando todos los hermanos no tuvieron más remedio que repartirse por diversos sitios, hasta su muerte, jamás lo he visto sin una sonrisa en los labios.
Si la vida le dio muchas tarascadas, él supo siempre sobreponerse dándole una lección a los contratiempos. Se buscó la vida como pudo, tuvo que emigrar a Barcelona, batalló y luchó muchísimo hasta llegar a tener su propia tienda de comestibles en la calle Castilla y, más tarde, en El Cerro del Águila. Cuando le debían todo lo "fiado", se sobrepuso al golpe y renació como siempre, siendo disputado por las mejores tiendas de coloniales de Sevilla porque, aparte de un gran trabajador, era el mejor charcutero y cortador de jamón de la ciudad y de toda España, ganando muchísimos concursos en esta modalidad. Formó en la célebre Casa Lorenzo a varias generaciones en el difícil arte de la charcutería; dirigió un mesón de enorme éxito, "El Lagartijo", en la calle Teodosio, y acabó su largo periplo laboral en el restaurante "El Áncora" de Sevilla, donde su principal función era el magistral corte del jamón.
De entre todos los sobrinos, yo era su preferido. Yo a él le tenía devoción, y él a mí un cariño increible, quizás porque yo supliese a ese hijo varón que no le había dado la vida. Su único vicio conocido era el ser más bético que el escudo y, desde que yo era muy niño, ya me llevaba al Benito Villamarín. De ahí que yo sea verdolaga desde los cimientos. Pero mi tío, tan comedido, al que sólo su eterna sonrisa no le engañaba, no iba al entonces incómodo estadio de La Palmera como ahora van los ejecutivos: con traje y corbata. Iba de bético: con su bufanda verdiblanca, su bandera y una carrañaca de esas que tenían casi un metro de diámetro y que formaban un ruido terrible. Todo lo que podía ahorrar en la tienda, o en los oficios varios que tuvo, era para seguir al Betis, acompañado por mi tía, en todos sus desplazamientos. Si el Betis ganaba, ese domingo -porque antes todos los partidos eran en domingo y a las cinco en punto de la tarde-, había después sus amplias rondas de copas y sus papelones de pescaito frito. Si el Betis perdía, qué se le podía hacer, soñaba con la esperanza del domingo siguiente y también entraba en ese sueño las varias copas y el papelón. Era su día de más que merecido asueto. Su gran día.
Generoso hasta ser una hermanita de la Cruz, porque le fiaba a todo el mundo, recuerdo toda la ayuda que me demostró a lo largo de mi vida en los momentos más difíciles, cómo me recogía y paseaba cuando mis padres no podían estar conmigo por las largas hospitalizaciones de mi hermana, y ya de mayor cómo se portó en los 27 días y noches que me llevé en la sala de espera de la UCI del Virgen del Rocío hasta el fatal desenlace de mi padre. El último partido que vi con él fue un Sevilla-Betis del 7 de abril de 1974, Domingo de Ramos, cuando vino a recogerme a la ciudad sanitaria para que me distrayese un poco. Fue el último partido con él y fue el último partido de mi padre con Dios. Durante esos largos días, bien él o mi tía Carmela estaban pendientes de que no me faltase algo de dinero y venían a la hora del almuerzo para forzarme a comer. La generosidad de los dos no tenía límites.
De entre todos los sobrinos, yo era su preferido. Yo a él le tenía devoción, y él a mí un cariño increible, quizás porque yo supliese a ese hijo varón que no le había dado la vida. Su único vicio conocido era el ser más bético que el escudo y, desde que yo era muy niño, ya me llevaba al Benito Villamarín. De ahí que yo sea verdolaga desde los cimientos. Pero mi tío, tan comedido, al que sólo su eterna sonrisa no le engañaba, no iba al entonces incómodo estadio de La Palmera como ahora van los ejecutivos: con traje y corbata. Iba de bético: con su bufanda verdiblanca, su bandera y una carrañaca de esas que tenían casi un metro de diámetro y que formaban un ruido terrible. Todo lo que podía ahorrar en la tienda, o en los oficios varios que tuvo, era para seguir al Betis, acompañado por mi tía, en todos sus desplazamientos. Si el Betis ganaba, ese domingo -porque antes todos los partidos eran en domingo y a las cinco en punto de la tarde-, había después sus amplias rondas de copas y sus papelones de pescaito frito. Si el Betis perdía, qué se le podía hacer, soñaba con la esperanza del domingo siguiente y también entraba en ese sueño las varias copas y el papelón. Era su día de más que merecido asueto. Su gran día.
Generoso hasta ser una hermanita de la Cruz, porque le fiaba a todo el mundo, recuerdo toda la ayuda que me demostró a lo largo de mi vida en los momentos más difíciles, cómo me recogía y paseaba cuando mis padres no podían estar conmigo por las largas hospitalizaciones de mi hermana, y ya de mayor cómo se portó en los 27 días y noches que me llevé en la sala de espera de la UCI del Virgen del Rocío hasta el fatal desenlace de mi padre. El último partido que vi con él fue un Sevilla-Betis del 7 de abril de 1974, Domingo de Ramos, cuando vino a recogerme a la ciudad sanitaria para que me distrayese un poco. Fue el último partido con él y fue el último partido de mi padre con Dios. Durante esos largos días, bien él o mi tía Carmela estaban pendientes de que no me faltase algo de dinero y venían a la hora del almuerzo para forzarme a comer. La generosidad de los dos no tenía límites.
Cuando la comunión de mi hijo Emilio, cuya celebración hicimos en casa, me habían regalado un jamón. Lo llamé y le dije: -Tito, yo no sé ni cómo se empieza esto. Malo como estaba, allí que se encajó en la calle Alfarería, subió hasta el tercero sin ascensor donde vivía, y en una maniobra maestra cortó en un santiamén toda aquella pata en unas lonchas que parecían fotocopiadas de unas a otras. ¡Qué habilidad, qué maestría con el cuchillo, y qué sonrisa explicándome cómo se cortaba aquello que para mí era imposible!
Cuando murió fue como una segunda muerte de mi querido padre, tal lo quería. Pero me tuve que reir aquel día por los adentros por la ocurrencia de mi tía Carmela, su mujer. Mi tía, si no de cuatro cuarterones sí de tres y medio, la de más arte del mundo, y con un apellido que la delataba a leguas: Ortega, Carmela Ortega. Cuando íbamos camino del Cristo de Susillo en el cementerio de San Fernando para el adiós definitivo a mi tío, yo la acompañé sin separarme de ella dándole ánimos. En un momento genial, se vuelve y me dice: -¡Ay, sobrino, con lo bueno que era. Ahora, que el pobrecito se ha llevado en la caja lo que más quería, lo que más le gustaba a él. Ante aquella sorpresa, no tuve menos que preguntarle: -Pero, tita, ¿qué es lo que se llevado en la caja?. A lo que me contestó tal como lo cuento: -Hijo, pó que va a sé: la colcha de piqué de cuando nos casamos, que a él le gustaba mucho, un disco de Pepe Marchena y el carné del Betis. ¡Ole y ole y ole el arte de esa mujer!
Mi tío Antonio me dejó un hueco imposible de rellenar. Todos los hermanos de mi madre fueron geniales, luchadores, trabajadores y cariñosos. Pero mi tío Antonio fue, sencillamente, irrepetible, de esas personas que no pueden faltar en la vida de un hombre.
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