Antonio Mairena era un hombre muy generoso con todos sus amigos. Recuerdo los hermosos ratos que hemos pasado la bailaora Pepa Montes, su marido Ricardo Miño y Domingo Acevedo -que era un gran amigo y extraordinario fotógrafo-, cuando íbamos a su casa a felicitarlo en el día de su santo. Nos sacaba gloria bendita y tenía a la buena de su hermana Rosario de la cocina al salón y del salón a la cocina. Todo le parecía poco. Pero, además, el gran regalo que él nos hacía a nosotros era cuando le decía a Ricardo que cogiese la guitarra. Ahí comenzaba ya la fiesta y no paraba de cantar hasta que Pepa ponía el colofón con su baile.
Recuerdo que cuando se le nombró Hijo Adoptivo de Sevilla en 1979, siendo alcalde de la ciudad Luis Uruñuela y concejal de Cultura José Luis Ortiz Nuevo, ambos se apoyaron mucho en mí para no pocas consultas y para que se le diese al acto la digna difusión y propaganda que se merecía. Antonio Mairena estaba al tanto de todas mis gestiones con la alcaldía, con la Federación de Peñas, con los restantes medios de comunicación, preparando el ciclo de conferencias que con tal motivo se desarrolló en el tablao "La Trocha", etc. Un día antes se presenta en mi estudio para tomar una copa y trae un pequeño estuche en sus manos que lo extiende ante las mías: -Toma, Imilito, te lo mereces. Yo, presumiendo que era un regalo, me negué y le dije mil veces que lo que estaba haciendo lo hacía con total desinterés y que él no me debía nada. Yo era quien le debía a Dios la suerte de haberlo conocido. Se empeñó y me dijo con su sonrisa amplia de simpre: -Ábrelo, Imilito, si es muy poca cosa. Desembalo nervioso el paquetito y era un preciosa pluma Parker de oro con una inscripción que era imposible devolver: Para que tu mano nunca te traicione.
En ese año glorioso de 1979 vino al mundo mi tercer hijo, el segundo de los varones y al que la madre, en contra de mi opinión, se empeñó en ponerle mi propio nombre, que siempre he considerado feísimo porque Emilio, no sé por qué, se llaman casi todos los cocheros de caballos de Sevilla. Pero, en fin, ya no tiene remedio. Cuando a mi Lola le dan el alta en el maternal del Virgen del Rocío, dos días más tarde, sin previo aviso, se presentan en mi casa Rosario y Antonio bendiciendo con su presencia nuestro domicilio trianero. "Guisquicito" para Antonio y café para Rosario, una de las mujeres más buenas y atentas de las que yo he conocido. Le cortaron las uñas al niño, tradición gitana de que iba a tener salud y ser artista, y en ninguna de las dos cosas se equivocaron. Le regalaron a mi mujer un frasco de Chanel, entonces carísimo, y unos dulces. A mí un pañuelo negro de seda con lunares blancos del propio Antonio para el bolsillo superior de la chaqueta. A nuestro nuevo retoño le trajeron un estuche -el de la fotografía-, que conservamos con verdadera devoción, con una cucharita y una campana para bendecir su cuna con el escudo en oro y plata de la Orden del Mairenismo, insignia que solamente disfrutaban muy contadas personas de su guardia pretoriana. Ese detalle, del que se cumplieron los 30 años el pasado octubre, es ciertamente imborrable para mí y mi familia. Así era Antonio: sencillo, delicado y generoso con aquellos que le demostraban amistad sin pedir nada a cambio.
Son muchas las anécdotas que me han pasado con él, pero para terminar con estos recuerdos personales reflejaré, textualmente, la carta última que me envió cuatro días antes de su muerte, dictada y rubricada por él y escrita con letra de su sobrino, mi querido Antonio Cruz Madroñal, porque él ya no podía. Fue con motivo de una serie de conferencias que se dieron en Mairena, como preludio de su Festival, para hablar de su historia.
Recuerdo que antes de ir a Mairena me acerqué a su casa junto a mi compañero y compadre Juan José Román, que era el técnico de Radio Popular. Era la última vez que lo veríamos vivo. Me deseó muchísima suerte en mi conferencia y me dijo que su sobrino me entregaría una carta. Como siempre, llamó a su hermana Rosario. Él sabía que yo no era muy amante del "güisqui", pero sí del buen tinto. -¡Niña, ponle un "güisquicito" a Juan José y para Imilito saca una botella de tinto que tengo ahí guardada! Fue la primera y última vez que he probado un "Vega Sicilia".
Cuando llegamos a Mairena para la charla, su sobrino me entregó la carta, la última carta de Antonio, que decía así: Mi querido amigo: mis deseos han quedado frustrados por no poder acompañarte en esta hermosa noche, en la que tú puedes expresar con tus bellísimas palabras lo de positivo que ha tenido nuestro Festival en su larga historia. Quiero que tengas en cuenta que mi espíritu te ha de aplaudir mucho, mucho más todavía que si pudiera estar físicamente, ya que de esa libertad estoy privado por prescripción médica, lo que siento muy de verdad, y desde mi casa en Sevilla, y muy emocionado, te aplaudiré con todas las fuerzas de mi corazón, en estos momentos convaleciente, y te envía un fuerte abrazo, de verdad: Antonio Mairena.
La visita a su casa parecía una premonición para darnos ese abrazo de verdad. Qué gran razón tenía mi amigo Manuel Garrido cuando escribió, en aquellas "sevillanas" gloriosas, imposibles de mejorar, que algo se muere en el alma cuando un amigo se va. Desde aquel 5 de septiembre de 1983, se le rompió al flamenco su pilar más grande y yo me quedé, como muchos de los que le queríamos de verdad, con el alma rota por su desaparición.
Fue Antonio Cruz García, "Antonio Mairena", una de esas grandes personas con las que Dios también quiso que me encontrara en el difícil camino de la vidad.
Recuerdo que cuando se le nombró Hijo Adoptivo de Sevilla en 1979, siendo alcalde de la ciudad Luis Uruñuela y concejal de Cultura José Luis Ortiz Nuevo, ambos se apoyaron mucho en mí para no pocas consultas y para que se le diese al acto la digna difusión y propaganda que se merecía. Antonio Mairena estaba al tanto de todas mis gestiones con la alcaldía, con la Federación de Peñas, con los restantes medios de comunicación, preparando el ciclo de conferencias que con tal motivo se desarrolló en el tablao "La Trocha", etc. Un día antes se presenta en mi estudio para tomar una copa y trae un pequeño estuche en sus manos que lo extiende ante las mías: -Toma, Imilito, te lo mereces. Yo, presumiendo que era un regalo, me negué y le dije mil veces que lo que estaba haciendo lo hacía con total desinterés y que él no me debía nada. Yo era quien le debía a Dios la suerte de haberlo conocido. Se empeñó y me dijo con su sonrisa amplia de simpre: -Ábrelo, Imilito, si es muy poca cosa. Desembalo nervioso el paquetito y era un preciosa pluma Parker de oro con una inscripción que era imposible devolver: Para que tu mano nunca te traicione.
En ese año glorioso de 1979 vino al mundo mi tercer hijo, el segundo de los varones y al que la madre, en contra de mi opinión, se empeñó en ponerle mi propio nombre, que siempre he considerado feísimo porque Emilio, no sé por qué, se llaman casi todos los cocheros de caballos de Sevilla. Pero, en fin, ya no tiene remedio. Cuando a mi Lola le dan el alta en el maternal del Virgen del Rocío, dos días más tarde, sin previo aviso, se presentan en mi casa Rosario y Antonio bendiciendo con su presencia nuestro domicilio trianero. "Guisquicito" para Antonio y café para Rosario, una de las mujeres más buenas y atentas de las que yo he conocido. Le cortaron las uñas al niño, tradición gitana de que iba a tener salud y ser artista, y en ninguna de las dos cosas se equivocaron. Le regalaron a mi mujer un frasco de Chanel, entonces carísimo, y unos dulces. A mí un pañuelo negro de seda con lunares blancos del propio Antonio para el bolsillo superior de la chaqueta. A nuestro nuevo retoño le trajeron un estuche -el de la fotografía-, que conservamos con verdadera devoción, con una cucharita y una campana para bendecir su cuna con el escudo en oro y plata de la Orden del Mairenismo, insignia que solamente disfrutaban muy contadas personas de su guardia pretoriana. Ese detalle, del que se cumplieron los 30 años el pasado octubre, es ciertamente imborrable para mí y mi familia. Así era Antonio: sencillo, delicado y generoso con aquellos que le demostraban amistad sin pedir nada a cambio.
Son muchas las anécdotas que me han pasado con él, pero para terminar con estos recuerdos personales reflejaré, textualmente, la carta última que me envió cuatro días antes de su muerte, dictada y rubricada por él y escrita con letra de su sobrino, mi querido Antonio Cruz Madroñal, porque él ya no podía. Fue con motivo de una serie de conferencias que se dieron en Mairena, como preludio de su Festival, para hablar de su historia.
Recuerdo que antes de ir a Mairena me acerqué a su casa junto a mi compañero y compadre Juan José Román, que era el técnico de Radio Popular. Era la última vez que lo veríamos vivo. Me deseó muchísima suerte en mi conferencia y me dijo que su sobrino me entregaría una carta. Como siempre, llamó a su hermana Rosario. Él sabía que yo no era muy amante del "güisqui", pero sí del buen tinto. -¡Niña, ponle un "güisquicito" a Juan José y para Imilito saca una botella de tinto que tengo ahí guardada! Fue la primera y última vez que he probado un "Vega Sicilia".
Cuando llegamos a Mairena para la charla, su sobrino me entregó la carta, la última carta de Antonio, que decía así: Mi querido amigo: mis deseos han quedado frustrados por no poder acompañarte en esta hermosa noche, en la que tú puedes expresar con tus bellísimas palabras lo de positivo que ha tenido nuestro Festival en su larga historia. Quiero que tengas en cuenta que mi espíritu te ha de aplaudir mucho, mucho más todavía que si pudiera estar físicamente, ya que de esa libertad estoy privado por prescripción médica, lo que siento muy de verdad, y desde mi casa en Sevilla, y muy emocionado, te aplaudiré con todas las fuerzas de mi corazón, en estos momentos convaleciente, y te envía un fuerte abrazo, de verdad: Antonio Mairena.
La visita a su casa parecía una premonición para darnos ese abrazo de verdad. Qué gran razón tenía mi amigo Manuel Garrido cuando escribió, en aquellas "sevillanas" gloriosas, imposibles de mejorar, que algo se muere en el alma cuando un amigo se va. Desde aquel 5 de septiembre de 1983, se le rompió al flamenco su pilar más grande y yo me quedé, como muchos de los que le queríamos de verdad, con el alma rota por su desaparición.
Fue Antonio Cruz García, "Antonio Mairena", una de esas grandes personas con las que Dios también quiso que me encontrara en el difícil camino de la vidad.
Muchas gracias, Emilio. Auténtica suerte la de quienes podeis contar estas cosas.
ResponderEliminarUn saludo
Simplemente la vida quiso que nos conociéramos y que, a través del respeto mútuo, consolidásemos una fructífera amistad.
ResponderEliminar