Se aproximaba la Semana Santa. En la Fábrica de Tabacos de Sevilla, que en un tiempo tuvo verdadero renombre por el sugestivo espectáculo que ofrecía la salida de la cigarreras, luceros de hermosura y canteras inagotables de ingenio en los indescriptibles crepúsculos sevillanos, hervía el entusiasmo, y en el zumbido de enjambre de las conversaciones corría de taller a taller y rodaba de sección en sección el mismo tema obsesionador y apasionante: la próxima salida de la Cofradía, vulgarmente conocida por la de las cigarreras, que aquel año, ya lejano, iba a estrenar la escultura de Nuestro Padre Jesús, atado a la columna, que formaba parte principalísima del "misterio" del primer "paso". Porque constaba y consta de dos la cofradía popularísima. El primero lo compone Nuestro Padre Jesús, ofreciendo las desnudas espaldas al martirio de los sayones; atadas las manos divinas a la columna del suplicio; abatida la cabeza con humildad; entreabiertos los cárdenos labios; inclinado el torso ensangrentado por el peso abrumador de tantos dolores; herida la frente por el cruel tormento de la burlesca corona de espinas... Llena el segundo la majestad augusta de la Santísima Virgen de La Victoria, avanzando un poco el busto, resplandeciente de joyas riquísimas; extendidas las manos en una imploración de piedad; la celestial belleza de su rostro surcada por el torrente de un llanto de amargura infinita; también en la boca entreabierta el vuelo de un suspiro triste, doloroso, que escapa de la honda amargura de su angustiado corazón.
Hacía mucho tiempo que la Hermandad deseaba sustituir la imagen de Cristo por otra análoga, de mayor importancia artística, ya que el escultor, desconocido, autor de la primitiva, que había figurado siempre en la cofradía, no había tenido, en realidad, mucho acierto en crear la insigne figura de Jesús. Era una escultura desmedrada y pequeña, tan débil y de tal insignificancia física, que parecía imposible que pudiera resistir sin derribarse los azotes vigorosos que le propinaban sus verdugos. Pero así, tan endeble, tan chiquito, lo conocieron varias generaciones de cigarreras, y así lo tenían clavado en la retina y lo compadecían por su debilidad y en la viva hoguera de su fe le quemaban el incienso de todas sus adoraciones.
Alguna vez había de ser, y aquel año de gracia fue el señalado por la Providencia para que el cambio se efectuase. Antes de tomar el acuerdo definitivo, el Cabildo hubo de reunirse repetidas veces y de deliberar sobre asunto de tamaña importancia. Los amigos de la tradición se oponían ardorosamente a la reforma, que encontraba apasionado eco en las hermanas y hermanos más jóvenes, inclinados a que su cofradía adquiriera más destacada importancia en la pugna constante que por la mejora y riqueza de todos sus elementos mantienen las Hermandades sevillanas.
Uno de los más decididos partidarios de la transformación era el pagador de la Fábrica de Tabacos, persona popularísima en Sevilla por su estatura gigantesca y su fortaleza extraordinaria. La presencia del pagador en cualquier lugar de la capital andaluza, aún en los días de mayor aglomeración por cualquier acontecimiento, no pasaba jamás inadvertida, porque su cabeza sobresalía notoriamente del nivel normal de las multitudes.
Tras de muchas y laboriosas discusiones, se tomó el acuerdo en firme, y tras de la imposición de cuotas extraordinarias y varias colectas periódicas de limosnas para allegar los fondos necesarios, se hizo el encargo a un ilustre escultor sevillano. Por eso en aquellos días preliminares de la Semana Mayor ardía en comentarios y pronósticos la renombrada Fábrica de Tabacos de Sevilla.
Jueves Santo. Sobre la muchedumbre, enlutada y silenciosa, pone el sol de la tarde destellos de oro. En el azul purísimo se recortan las siluetas de las altas torres con sus campanarios mudos, y el perfume sensual de la primavera sevillana se opone en brusco contraste al aroma del incienso que impregna el aire, embriaga los sentidos y predispone el espíritu a las más altas evocaciones celestiales. Un influjo misterioso parece adueñarse del ambiente, en el que vuelan con invisibles alas los versos temblorosos de las "saetas": oraciones lanzadas al cielo, como flechas, por el fervor cristiano de Sevilla.
Redoblan los tambores acompasadamente detrás de las andas refulgentes de oros y de luces; lloran los óboes, y los fagotes mezclan sus quejidos con los acordes lentos, profundos y enigmáticos de las marchas fúnebres. ¡Ha pasado Cristo en la Cruz! Visto de espaldas y a distancia, sus miembros doloridos se dibujan sobre el fondo del cielo, en cuya bóveda el crepúsculo va dejando pinceladas de rosa.
En la famosa calle de la Sierpes, ya vencida la tarde, aparece, entre las hileras de sillas que corren a todo lo largo de la estación, la Cruz de Guía de la Cofradía de las cigarreras. Bajo los antifaces morados, los nazarenos, con sus flotantes capas blancas, avanzan fantasmales, llevando un tembloroso relámpago de luz prendido en el extremo de sus gruesos cirios. En la presidencia del "paso" de Cristo, se reconoce por su corpulencia, a pesar del antifaz, al pagador de la Fábrica. La nueva escultura es alta y maciza, vigorosa y fuerte. El artista, en un alarde de conocimientos anatómicos, ha destacado en el maltratado cuerpo de Jesús unos músculos poderosos que acusan, en una sostenida tensión, los dolores del sufrimiento.
Un grupo de obreras de la Fábrica, situado en las sillas fronteras al edificio que ocupa hoy el Casino Mercantil, es un hervidero de comentarios:
-Pastora, ¿has visto?
Hacía mucho tiempo que la Hermandad deseaba sustituir la imagen de Cristo por otra análoga, de mayor importancia artística, ya que el escultor, desconocido, autor de la primitiva, que había figurado siempre en la cofradía, no había tenido, en realidad, mucho acierto en crear la insigne figura de Jesús. Era una escultura desmedrada y pequeña, tan débil y de tal insignificancia física, que parecía imposible que pudiera resistir sin derribarse los azotes vigorosos que le propinaban sus verdugos. Pero así, tan endeble, tan chiquito, lo conocieron varias generaciones de cigarreras, y así lo tenían clavado en la retina y lo compadecían por su debilidad y en la viva hoguera de su fe le quemaban el incienso de todas sus adoraciones.
Alguna vez había de ser, y aquel año de gracia fue el señalado por la Providencia para que el cambio se efectuase. Antes de tomar el acuerdo definitivo, el Cabildo hubo de reunirse repetidas veces y de deliberar sobre asunto de tamaña importancia. Los amigos de la tradición se oponían ardorosamente a la reforma, que encontraba apasionado eco en las hermanas y hermanos más jóvenes, inclinados a que su cofradía adquiriera más destacada importancia en la pugna constante que por la mejora y riqueza de todos sus elementos mantienen las Hermandades sevillanas.
Uno de los más decididos partidarios de la transformación era el pagador de la Fábrica de Tabacos, persona popularísima en Sevilla por su estatura gigantesca y su fortaleza extraordinaria. La presencia del pagador en cualquier lugar de la capital andaluza, aún en los días de mayor aglomeración por cualquier acontecimiento, no pasaba jamás inadvertida, porque su cabeza sobresalía notoriamente del nivel normal de las multitudes.
Tras de muchas y laboriosas discusiones, se tomó el acuerdo en firme, y tras de la imposición de cuotas extraordinarias y varias colectas periódicas de limosnas para allegar los fondos necesarios, se hizo el encargo a un ilustre escultor sevillano. Por eso en aquellos días preliminares de la Semana Mayor ardía en comentarios y pronósticos la renombrada Fábrica de Tabacos de Sevilla.
Jueves Santo. Sobre la muchedumbre, enlutada y silenciosa, pone el sol de la tarde destellos de oro. En el azul purísimo se recortan las siluetas de las altas torres con sus campanarios mudos, y el perfume sensual de la primavera sevillana se opone en brusco contraste al aroma del incienso que impregna el aire, embriaga los sentidos y predispone el espíritu a las más altas evocaciones celestiales. Un influjo misterioso parece adueñarse del ambiente, en el que vuelan con invisibles alas los versos temblorosos de las "saetas": oraciones lanzadas al cielo, como flechas, por el fervor cristiano de Sevilla.
Redoblan los tambores acompasadamente detrás de las andas refulgentes de oros y de luces; lloran los óboes, y los fagotes mezclan sus quejidos con los acordes lentos, profundos y enigmáticos de las marchas fúnebres. ¡Ha pasado Cristo en la Cruz! Visto de espaldas y a distancia, sus miembros doloridos se dibujan sobre el fondo del cielo, en cuya bóveda el crepúsculo va dejando pinceladas de rosa.
En la famosa calle de la Sierpes, ya vencida la tarde, aparece, entre las hileras de sillas que corren a todo lo largo de la estación, la Cruz de Guía de la Cofradía de las cigarreras. Bajo los antifaces morados, los nazarenos, con sus flotantes capas blancas, avanzan fantasmales, llevando un tembloroso relámpago de luz prendido en el extremo de sus gruesos cirios. En la presidencia del "paso" de Cristo, se reconoce por su corpulencia, a pesar del antifaz, al pagador de la Fábrica. La nueva escultura es alta y maciza, vigorosa y fuerte. El artista, en un alarde de conocimientos anatómicos, ha destacado en el maltratado cuerpo de Jesús unos músculos poderosos que acusan, en una sostenida tensión, los dolores del sufrimiento.
Un grupo de obreras de la Fábrica, situado en las sillas fronteras al edificio que ocupa hoy el Casino Mercantil, es un hervidero de comentarios:
-Pastora, ¿has visto?
-¡Josú, Josú!...
-¡Pero que Señó más grande nos han traío!
-¿Te has fijao en los nervios que tiene?
-¡Qué manos!
-¡Qué pieses!
-¡Qué piernas!
-Como le dé una gofetá a los judíos granujas que le pegan, van a tené que dí a Melilla por la cabesa.
-¡A mí no! ¡A mí que me traigan a mi probesito Señó de antes!
Durante el diálogo han adelantado los nazarenos del "paso" de la Virgen de la Victoria. Bajo el palio de terciopelo bordado, el fulgor de las rizadas velas pone en las pálidas mejillas de la imagen reflejos extraños. Brillan lás lágrimas en el divino rostro, pregoneras de atroces congojas. Estremece y sobrecoge la expresión atormentada de la cara santísima. La presencia de la Virgen suspende la conversación de las murmuradoras en un paréntesis de muda contemplación.
Bajo el efecto que ha producido en su ánimo el paso del Cristo, Pastora, gentil y decidida, con la emoción que traduce un ligero temblor de labios y la indignación presa en el brillo irritado de sus pupilas, se levanta de su asiento y, cruzado el airoso mantón de flecos, muy abiertos los ojos, improvisa una saeta. Y dice:
Mare mía de la Victoria,
bien comprendo tu doló,
porque te han quitao a tu hijo
y te han puesto al pagadó.
(ROGELIO PÉREZ OLIVARES. "Anecdotario pintoresco". Madrid, 1944)
Durante el diálogo han adelantado los nazarenos del "paso" de la Virgen de la Victoria. Bajo el palio de terciopelo bordado, el fulgor de las rizadas velas pone en las pálidas mejillas de la imagen reflejos extraños. Brillan lás lágrimas en el divino rostro, pregoneras de atroces congojas. Estremece y sobrecoge la expresión atormentada de la cara santísima. La presencia de la Virgen suspende la conversación de las murmuradoras en un paréntesis de muda contemplación.
Bajo el efecto que ha producido en su ánimo el paso del Cristo, Pastora, gentil y decidida, con la emoción que traduce un ligero temblor de labios y la indignación presa en el brillo irritado de sus pupilas, se levanta de su asiento y, cruzado el airoso mantón de flecos, muy abiertos los ojos, improvisa una saeta. Y dice:
Mare mía de la Victoria,
bien comprendo tu doló,
porque te han quitao a tu hijo
y te han puesto al pagadó.
(ROGELIO PÉREZ OLIVARES. "Anecdotario pintoresco". Madrid, 1944)
No hay comentarios:
Publicar un comentario