Acaso ni exista de verdad. ¡Quién sabe
si no se habrá inventado
ella a sí misma!
No es nada Triana siendo todo
lo que no se razona,
lo que se queda a solas con su gracia,
lo que resta de un verso y no es el verso,
lo que presiente el hombre
y sólo sabe Dios.
¿No será que será
una santa conciencia
que Sevilla despliega a la otra orilla
para nunca dejar de ser un pueblo
caldeado de pena y de entusiasmo?
¿O quizá cada cual
la crea con su mirada
a imagen clara y semejanza limpia
del milagro sencillo
para vivir de forma que la muerte
se quede en potro negro desbravado?
Muchas veces la miro
como a una gran paciencia junto al río
a la espera de alguna
verdad a toda vela.
Huele a pobre Triana,
a pobre cuya casa
está en el Evangelio
cuando llega cansado
Jesús y milagrea
en cosas de comer
con todopoderososo disimulo,
en tanto que acaricia a los chiquillos
como a enormes milagros que no vemos.
Plazas, calles, gentes... ¿Y qué más
para decirla entera,
para que no se escape del poema,
para enjaular su arcángel con mi canto?
Todos la nombran
con voz de conocerla
hasta el cimiento mismo de su gracia.
Dicen Triana y ya no dicen más,
igual que si no fuera
otra cosa que nombre
de grandeza dormida junto al río
o recuerdo de alguien
que perdió la memoria
en el justo momento
de empezar a cantarla.
Pasa con ella
igual que cuando exigen
definiciones claras de lo blanco:
si no se habrá inventado
ella a sí misma!
No es nada Triana siendo todo
lo que no se razona,
lo que se queda a solas con su gracia,
lo que resta de un verso y no es el verso,
lo que presiente el hombre
y sólo sabe Dios.
¿No será que será
una santa conciencia
que Sevilla despliega a la otra orilla
para nunca dejar de ser un pueblo
caldeado de pena y de entusiasmo?
¿O quizá cada cual
la crea con su mirada
a imagen clara y semejanza limpia
del milagro sencillo
para vivir de forma que la muerte
se quede en potro negro desbravado?
Muchas veces la miro
como a una gran paciencia junto al río
a la espera de alguna
verdad a toda vela.
Huele a pobre Triana,
a pobre cuya casa
está en el Evangelio
cuando llega cansado
Jesús y milagrea
en cosas de comer
con todopoderososo disimulo,
en tanto que acaricia a los chiquillos
como a enormes milagros que no vemos.
Plazas, calles, gentes... ¿Y qué más
para decirla entera,
para que no se escape del poema,
para enjaular su arcángel con mi canto?
Todos la nombran
con voz de conocerla
hasta el cimiento mismo de su gracia.
Dicen Triana y ya no dicen más,
igual que si no fuera
otra cosa que nombre
de grandeza dormida junto al río
o recuerdo de alguien
que perdió la memoria
en el justo momento
de empezar a cantarla.
Pasa con ella
igual que cuando exigen
definiciones claras de lo blanco:
no hay palabras que expresen
las luces que conviven
y hasta luchan por dentro
de tanto sin color,
de tanta sangre
que ya no está y que duele
en el arte desierto
del silencio blanquísimo.
¿No será que Sevilla
se quita su ropaje
de lujo acumulado, allá en Triana
y se queda desnuda, en cales vivas,
fuera del tiempo, verdadera,
alma de tópico grandioso,
las luces que conviven
y hasta luchan por dentro
de tanto sin color,
de tanta sangre
que ya no está y que duele
en el arte desierto
del silencio blanquísimo.
¿No será que Sevilla
se quita su ropaje
de lujo acumulado, allá en Triana
y se queda desnuda, en cales vivas,
fuera del tiempo, verdadera,
alma de tópico grandioso,
gracia sentida y no visible?
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