TRANVÍA DE LA LÍNEA B: CAMAS-PAÑOLETA-PATROCINIO-BARRIO LEÓN
El señor Anula, inspector de la Compañía de Tranvías, logró hacerse famoso por la natural "esaborición" que siempre llevaba consigo, tan contrapuesta al sentido jocoso del sevillano. No se sabe si es que no era de esta tierra o que no le caía nada de bien, pero nada, aquella coplilla tarareaa entre todos los usuarios de las diversas líenas, que se mofaban una y otra vez de la Compañía pagando al cobrador pero sin exigir el billete, para que estos trabajadores tuviesen algo más que añadir a sus mezquinos sueldos:
La Compañía de Tranvías
ha puesto muchos inspectores,
por mucho que sepan ellos
más saben los cobradores...
En contraposición a la gracia y bondad de "Vinagre", el señor Anula poseía mal genio y peores modos, siendo su "especialidad" provocar continuos conflictos en las líneas donde efectuaba servicio.
Comentemos uno de sus muchos altercados. Hemos referido en varios capítulos anteriores que el público, a causa del mal servicio, no tenía más remedio que intenatr subir como fuera a los tranvías, bien sentados en el interior del coche -lo que era una proeza-, de pie, en las plataformas o en los estribos. El caso era subir para no tener que esperar otra media hora al siguiente tranvía, con la particularidad de que, aunque se viajase en el estribo, el cobrador extendía el billete reglamentario cuando se olía que había inspectores a la vista.
Pues bien, el Altozano era uno de los sitios más conflictivos a la hora de intentar tomar un tranvía, ya que era cruce de dos líneas, y muchos viajeros que venían de La Magdalena esperaban allí el enlace de la línea hasta el Patrocinio o Camas. El tranvía aquel día, como siempre, iba atestado de pasajeros, teniendo que viajar en el estribo uno de los que esperaban en el citado cruce por no poder subir a la plataforma debido al exceso de gente. El tranvía emprendió su marcha a lo largo de la calle Castilla, y el señor Anula, inspector de servicio en aquel viaje, ordenó al pasajero del estribo que se bajase del mismo, ya que allí, conforme al reglamento, no se podía viajar. A esta orden contesto el viajero con un ¡NO! rotundo, alegando que él había pagado su billete y que si no podía subir a la plataforma era porque no cabía ni un alfiler debido al pésimo servicio de la Compañía.
Entre voces, órdenes y negaciones para abandonar el coche, el tranvía se había encajado ya en el Patrocinio. Al llegar a este punto, el señor Anula requirió la presencia de un guardia municipal para que arrestase al "rebelde usuario", no pudiéndolo hacer el representante de la autoridad gracias a la protesta masiva de todos los pasajeros, que intentaron, incluso, pegar tanto al inspector como al guardia. Pero ahí no quedó las cosa. No parando en el empeño de defender su autoridad, el inspector ordenó al conductor del tranvía que retrocediera hasta el punto de origen del altercado: el Altozano.
Ya pueden imaginarse los lectores las palabras que se cruzaron en este obligado trayecto de vuelta, los comentarios de todo tipo y las exaltadas protestas en contra de la actuación del inspector. La llegada al Altozano fue apoteósica, ya que ahora fueron todos los usuarios quienes reclamaron la presencia de varios agentes del orden, acabando la cabezonada del señor Anula, el inspector de más mal genio de la Compañía, en tener que echar la cabezada del día en la comisaría trianera, por reincidente en provocar, cada dos por tres, esta clase de conflictos con los consiguientes parones del servicio.
La Compañía de Tranvías
ha puesto muchos inspectores,
por mucho que sepan ellos
más saben los cobradores...
En contraposición a la gracia y bondad de "Vinagre", el señor Anula poseía mal genio y peores modos, siendo su "especialidad" provocar continuos conflictos en las líneas donde efectuaba servicio.
Comentemos uno de sus muchos altercados. Hemos referido en varios capítulos anteriores que el público, a causa del mal servicio, no tenía más remedio que intenatr subir como fuera a los tranvías, bien sentados en el interior del coche -lo que era una proeza-, de pie, en las plataformas o en los estribos. El caso era subir para no tener que esperar otra media hora al siguiente tranvía, con la particularidad de que, aunque se viajase en el estribo, el cobrador extendía el billete reglamentario cuando se olía que había inspectores a la vista.
Pues bien, el Altozano era uno de los sitios más conflictivos a la hora de intentar tomar un tranvía, ya que era cruce de dos líneas, y muchos viajeros que venían de La Magdalena esperaban allí el enlace de la línea hasta el Patrocinio o Camas. El tranvía aquel día, como siempre, iba atestado de pasajeros, teniendo que viajar en el estribo uno de los que esperaban en el citado cruce por no poder subir a la plataforma debido al exceso de gente. El tranvía emprendió su marcha a lo largo de la calle Castilla, y el señor Anula, inspector de servicio en aquel viaje, ordenó al pasajero del estribo que se bajase del mismo, ya que allí, conforme al reglamento, no se podía viajar. A esta orden contesto el viajero con un ¡NO! rotundo, alegando que él había pagado su billete y que si no podía subir a la plataforma era porque no cabía ni un alfiler debido al pésimo servicio de la Compañía.
Entre voces, órdenes y negaciones para abandonar el coche, el tranvía se había encajado ya en el Patrocinio. Al llegar a este punto, el señor Anula requirió la presencia de un guardia municipal para que arrestase al "rebelde usuario", no pudiéndolo hacer el representante de la autoridad gracias a la protesta masiva de todos los pasajeros, que intentaron, incluso, pegar tanto al inspector como al guardia. Pero ahí no quedó las cosa. No parando en el empeño de defender su autoridad, el inspector ordenó al conductor del tranvía que retrocediera hasta el punto de origen del altercado: el Altozano.
Ya pueden imaginarse los lectores las palabras que se cruzaron en este obligado trayecto de vuelta, los comentarios de todo tipo y las exaltadas protestas en contra de la actuación del inspector. La llegada al Altozano fue apoteósica, ya que ahora fueron todos los usuarios quienes reclamaron la presencia de varios agentes del orden, acabando la cabezonada del señor Anula, el inspector de más mal genio de la Compañía, en tener que echar la cabezada del día en la comisaría trianera, por reincidente en provocar, cada dos por tres, esta clase de conflictos con los consiguientes parones del servicio.
Cuando grabé el programa de la calle Castilla, entrevisté al dueño del antiguo bar Manolo, el del Patrocinio. Állí paraba el tranvía de Camas. Me contó Felipe, hijo del Manolo fundador fallecido, que uno de estos inspectores se llevó un tiempo detrás de un conductor que, al cabo de unas horas de servicio, desprendía un cierto tufillo a bodega de Villanueva. Lo siguió con empeño, pero nunca pudo comprobar nada de lo que sospechaba. Lo que ocurría es que Manolo, antes de que llegara el tranvía, ya le tenía preparado el vaso en determinado lugar del urinario; así que lo único que pudo notar el empecinado inspector es que al conductor le fallaba la próstata...
ResponderEliminar¡Qué cantidad de anécdotas maravillosas en aquella Sevilla de aquellos años! Recordarás la que te comenté de un juez de la Audiencia de Sevilla de mucho nombre y prestigio, en la Plaza de San Francisco, a cuyas órdenes trabajó mi padre durante un tiempo. No debo decir su nombre completo pero sí lo que hacía. Don Juan de..., muy bajito y vestido siempre de negro -como todos los curiales- parecía una cucaracha. Nadie lo había visto beber nunca, pero la nariz cada día la tenía más colorada y con las venas como un mapa del MOPU. Mi padre -que como bien sabes era un cachondo, y otros amigos compañeros de la Audiencia, se dedicaron a emplear unos días desde la salida de casa de don Juan de... hasta la llegada al estrado. Pues bien, observaron que el señor juez miraba a su alrededor antes de entrar en una pequeña e inmunda taberna que sólo despachaba aguardiente y que estaba situada en la pequeña calle que sale del edificio de telefónica y desemboca en Zaragoza. El dueño era un gallego muy servicial, pero con muy malas pulgas. Cuando don Juan de... veía el panorama despejado, sobre el mostrador tenía preparadas sus tres copas reglamentarias de "Hierro" seco. Se las tomaba de un tirón, volvía a remirar la callejuela y caminaba ufano a la Audiencia. Mi padre, que tenía mucha amistad con el gallego desagradable, le preguntó un día al tabernero por aquello, y casi jurando secreto de confesión, el gallego le contó que don Juan de... miraba los días hábiles judiciales del calendario de cada mes y le pagaba por anticipado su ración de las tres copas diarias. Esto es tan cierto como lo estoy contando. Lástima que yo tuviera una edad mínima para no haber apuntado cómo se llamaba aquella aguardentería, de la que conservo más anécotas, y de haber tomado algunas fotos, como detective infantil, de aquellas cosas, también infantiles, de don Juan de... Conservo casi todo el archivo de sus diligencias judiciales, porque mi padre anotaba todas sus ocurrencias en el estrado, hasta el punto de que otro amigo de mi padre, fundador del Ateneo Popular de Sevilla, Pedro Ruiz Berdejo, me animó a hacer un libro con todo el material que poseo, libro que nunca he hecho por el respeto y admiración al "aguardentoso" de don Juan de...
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