Vuelve uno a la infancia como si la vida fuese un álbum al que hemos ido pegando, día tras día, conversaciones, fotos, y memorias, olores, carreras y caídas, bautizos y muertes, bodas y desamores. Vuelve uno a los sitios para signarlos de nuevo, para nombrarlos con la misma candidez, para intentar resucitarlos en un milagro imposible. Quizás, quién sabe, para buscar a una madre que entonces era joven; para apretarse a los brazos paternos; para acariciar las manos venerables del abuelo o para intentar, en engañosa pirueta, atarse otra vez al cordón umbilical de la nacencia. Y vuelve uno a la añoranza con tremenda alegría, queriéndose asir de nuevo a la vida comunal de hambres y miserias, donde sólo el Amor, como un maná bíblico, caía sobre todos los problemas, sobre todas las personas y sobre los tristes fogones.
Era mi corral Paraíso de comunicación y de vivencias compartidas, cuando rejerbían las perolas de huesos rancios y de duras habas y todo sabía a gloria bendita ante la incertidumbre de aquella frase cotidiana: "Y mañana, Dios dirá". Paraíso de fiestas con las torrijas de la Cuaresma, con las tortitas y pestiños de la Navidad campanillera, con el mosto del cercano Aljarafe en la fiesta de la Inmaculada, con las anchoas y aceitunas de bodas y bautizos, y con el chocolate pobre -¡pero qué bien hecho!- de aquellas comuniones de trajes alquilados que apestaban al mágico incienso de las bolas de alcanfor... Y el Paraíso más esperado de todos: el de la Cruz de Mayo, clavada como una banderilla de gloria en el ruedo del patio. Alrededor de aquella cruz de papel de seda y claveles, los niños reíamos como niños, los hombres bebían como hombres y, prestidigitadores con los dedos, liaban un cuarterón verde de Tabacalera en menos tiempo que tardaba en santigüarse un cura loco. Y las viejas -¡ay, aquellas abuelas casi octogenarias del corral!- que alzaban sus brazos como haciendo giraldas de sus obesos cuerpos, cincelando la gracia, el genio y el donaire al ritmo de unas sevillanas cantadas por el coro festivo de una vecindad a la que el cuerpo le pedía ganas de juerga: -Mi novio es cartujano, mi arma,/ pintor de loza,/ que pinta palangas, mi arma,/ color de rosa..., o bailando, sin parecer que pesaban las carnes, los tanguillos verdes y picarones: -A una cuarta del ombligo/ tengo un letrero que dice:/ hasta aquí me llegó el pito/ en mil novecientos quince,/ ¡ay, qué tiempos más bonitos!...
En la inmensa humildad de mi corral, cada espacio era un mundo, pero el mundo era de todos. Recuerdo a mi abuelo -quizás, junto a mi padre, el único letrado del recinto-, escribiendo cartas de amor a esos novios que estaban ausentes por sus deberes militares, mientras la novia, sin pensarlo, con el fuego y la emoción en los ojos y en los labios, iba dictándole, sin el menor rubor, los más íntimos deseos. Recuerdo, como si ayer fuera, el olor especial a clavo, canela y miel, anticipadores de la Semana Santa; el otro olor, intenso, aceite y cáustica, de la fabricación esmerada y casera de los jabones verdes; el que dejaban las tersas sábanas, mil veces remendadas, planchadas con esmero, a espliego y lavanda; la rabiosa tufarada a Zotal de los servicios comunes... Los olores de la infancia jamás se van de los recuerdos. Todos, siempre por algo, nos dejaron sus huellas marcadas en la memoria: el del carbón, el de la leña, el del petróleo dando vida al candil, el del alcohol de cientos de arañazos, el de la cera al apagarse la vela del dormitorio, el de los cuerpos acurrucados en la angostura de la estancia...
Pero, tal vez, de todos el más bendito era el que traía la Primavera en sus alforjas, cuando una hermosa floresta cubría los esconchaos de la miseria. Jazmines sensitivos y albahacas, damas de noche y rosales, y azahares de los íntimos naranjos, impregnaban de fragancias el entorno, y gitanillas y geranios se desangraban sobre las cales de este mínimo reino en rojos y granates, blancos, salmones y lilas, reventones y pintaos, sencillos y dobles, en vidrieras de pétalos fragantes que tenían su nacencia terrenal en la humildad insigne de unas mojosas latas inservibles.
Cuando llego a Triana, siempre hay tres sitios que reclaman mis primeros pasos por el terruño: la capillita del Carmen, la iglesia de Santa Ana, y esa añorada esquina que forma Torrijos con Pelay Correa, allí donde se alzaba el mundo de mis mejores vivencias infantiles, de mis más entrañables recuerdos y de los más sentidos besos. Creí morir cuando la mano de la especulación tiraba aquel viejo roble de mi nacencia donde vivieron mis abuelos, mis padres y mis tíos, donde mis primos y yo dimos el primer latido a la vida y, nuestro abuelo Ramón, el último. Con la tala injusta de mi corral, se me murieron muchas cosas, muchos perfiles, muchas palabras siempre recordadas...
Si se pudieran apresar los tiempos gratos, como aquellas libélulas o zapateros que hacíamos prisioneros de nuestro bosque veraniego de cañas, no hay duda de que mi corral estaría el primero en mi botín, buque insignia de aquellos años idos, vino de la mejor añada, el sorbo más exquisito de cuantos a probar me ha ofrecido la vida. Daría muchas cosas por volver al terruño, a la plaza comunal de mis primeras sensaciones, al coso entrañable de mis mejores faenas infantiles, allí donde escuché los primeros sonidos, donde vi la luz primera, donde comenzaron mis primeros y torpes pasos a una vida que ha ido pasando demasiado rápida. Pasó mi corral también, como pasan las cosas, como pasamos los hombres por ella: casi rozando, casi de puntillas, casi sin poder tocar hasta su infinito los tiempos hermosos, y escasos, que fabrica la gloria.
Corral de calle Torrijos,
quién se pudiera volver
a tu vientre, como un niño
que nunca quiso crecer.
¡Ay, quién volviera a nacer
contigo, atrasando el tiempo,
para ser niño otra vez!
Hola Emilio:
ResponderEliminarHe llegado a este blog buscando cosas de Triana y me ha emocionado encontrar esta referencia al Corral que también me vio nacer. Yo nací un 21 de Agosto de 1964, mi padre también nació en el Corral en el año 1938. Curiosamente mi apellido también es Jimenez.
Tengo algunas fotos del corral de la decada de los sesenta que si quieres la comparto contigo.
No sabes bien la alegría que me has dado. Nos tenemos que conocer de sobras. Yo viví allí desde el año 1949 -en el que nací- hasta que me fui al Turruñuelo, pero prácticamente estuve allí hasta que lo derribaron, porque en él vivían mi tia Concha, mi tió José -el chófer-, mi primo José Manuel Benítez -tristemente desaparecido el pasado año- y mi prima Conchita, que se casó con el ex-matador de toros Rafael Torres. Las noches de referencias en mis escritos de dormir en la azotea viendo a las estrellas, están unidas a los vecinos del corral: a Cantero "El Seminarista", a Manolín, a Emilio y a mi propio primo.
ResponderEliminar¡Qué alegría, Madre del Amor Hermoso! -como decía mi gran amigo poeta Asensio Sáez- recibir este mensaje tuyo. Cuéntame cosas. Mándame fotos del corral y alguna tuya. No tengo más remedio que haberte conocido. Yo ya tenía 15 años cuando tú naciste, pero seguro de que te conocí. ¿De quiénes eres hijo?
Un abrazo.
Yo vivi en el corral desde el 1964 hasta el año 1970. Mi padre era José Jiménez Guijo y allí vivia con mi abuela Luisa. Mi padre tenía un hermano que también viviva en el corral, se llamaba Modesto. Mi tio Modesto tenía dos hijas y un hijo. Pepe Luis, Mari y Chari.
ResponderEliminarNo tengo fotos digitalizadas del Corral pero prepararé algunas y te las mandaré. Escribeme a mi dirección de correo y te podré mandar las fotos.
He estado buscando algunas fotos de la casa y además de una de la fachada, vista desde la Calle Pelay Correa he encontrado varias de cumpleaños mios. Deben ser de los años 1967 /68. Seguro que podrás reconocer a muchas de las personas que aparecen en la foto. Mis primos, mi tía Rocio que todavía vive. Me ha encantado tu articulo y he podido recordar esos olores de la infancia al que le tengo que añadir el olor al puchero con hierbabuena que hacía mi abuela Luisa. También me acuerdo del sabor del tocino que comprabamos en la tienda que había frente a la casa, Carmelo tal vez se llamaba. Mi dirección de correos es jimenez@decur9.com Mandame tu dirección de correos electronico y te adjuntaré estas fotos.
ResponderEliminarAprovechando la historia de nuestro corral te voy a contar como me hice adicto al flamenco.
A finales del año 1969 nos marchamos del corral y mi padre abrió un bar en Morón de la Frontera. Nuestra primera vivienda fue una habitación de la Pensión Pascual.Era algo parecido a la habitación de nuestro corral. Todavía recuerdo el gran nogal que había en el patio, el cántaro de agua y el lavabo de porcelana en la habitación. Pero lo que se me quedo en la memoría para siempre fue el sonido de aquella guitarra que tocaba Diego del Gastor en una habitación próxima a la nuestra. Seguro que sabes de lo que te estoy hablando. Emilio, qué es ese veneno que te inyectan para que el flamenco te emocione tanto. En esos años, gracias a que mi padre era el abastecedor del Gazpacho pude conocer y escuchar a muchos artistas. Todavía recuerdo esa voz imposible de imitar de Fernanda a principio de los años 70 cuando le acompañaba Diego. Después conocí el resto de los festivales flamencos: El Potaje, La Caracolá, La Reunión de La Puebla y quedé totalmente enganchado al flamenco.
Bueno tú seguro que me entiendes....
Ha sido una alegría habernos podido encontrar a través de este blog. Me acuerdo perfectamente de todos los vecinos que me citas en la anterior entrada y mucho de tu tío Modesto y de tu abuela Luisa.Nos tenemos que conocer por fuerza. Yo hice el servicio militar en la base de Morón, y como trabajaba en "pista" tenía mucho tiempo libre y nos íbamos a Morón a escuchar a Diego. Después, si tú has seguido les festivales que me nombres, me habrás tenido que ver presentando algunos. En Morón presenté muchos festivales en el patio de los salesianos y en el nuevo mercado, también en el Potaje de Utrera y en La Caracolá de Lebrija.
ResponderEliminarTe envío mi correo para que puedas mandarme esas fotos que se tendrán que comentar en el blog.
Un abrazo.