y me ofreciste el ancla hundida en la memoria
de la arena salada que tanto compartimos.
Me dejaste la boca marisalada en besos,
la herida de una noche en un mar sin estrellas.
Al cielo que te fuiste jamás yo pude huirme,
muy a pesar que la soga de mis manos, tan
rudas,
abrazaran las tuyas de estambres delicados.
Yo te miraba, niña, y tú no me veías,
o quizás querías verme y la muerte no quiso.
Se me escapó mi alma muy junto de la tuya,
se fugaron mis sueños por tu senda imprecisa.
Tu último latido cabalgó a mis compases…
Cuando al fin tú cerraste los ojos a la vida,
los míos expiraron, -cual Cachorro- por siempre y para siempre,
aunque Dios me mantenga, crucificado y vivo,
en esa cruz amarga que no llega a acercarnos.
30 de enero de 2012.
Un sentido y precioso poema a tu mujer, la memoria es ahora tu vida. La huella que te dejó es tan profunda como imborrable, no me extraña que la añores de esa manera.
ResponderEliminarNi hijos ni nietos pueden suplir a Lola. Percibo tu estado de ánimo, pero sé que es sólo relativamente, porque para saberlo de verdad hay que pasar por esa experiencia...
Fuerzas para sobrellervarlo, Emilio. Compartir los sentimientos nos alivia en las adversidades, gracias por hacerlo, querido amigo.
Un fuerte abrazo.
Mari Carmen.
Gracias por tus palabras, Mari Carmen.
ResponderEliminarEl dolor se hace belleza en la palabra. Borges lo dijo, y ahora, en esta Torre estoy encontrando esa confirmación. Nadie puede suplirla, verdad, Mari Carmen, pero sigue viviendo en sus hijos y nietos. Y en tí, Emilio, no renuncies nunca a su añoranza, también vive en eso. Abrazos, amigo.
ResponderEliminarEra de esos poemas que jamás he querido leer desde esa fecha trágica. Pero, revisando en mis viejos y atestados cajones, apareció. Gracias por compartir temas tan viejos.
ResponderEliminarIntento recordarte que la belleza perdura en el recuerdo...
ResponderEliminarSiempre. Es imborrable.
ResponderEliminarUn abrazo.