domingo, 11 de agosto de 2013

DESDE MI TORRE: UN SUEÑO DE AGOSTO



Ayer, a mi hora habitual bajé a la calle para desayunar. No había nadie. No pasaba ningún coche. Ni una sola persona se movía por su aceras. El restaurante cercano estaba cerrado y sus dueños y trabajadores en la puerta, sin una mueca de sonrisa, sin cartel alguno, sin expresión que delatará el por qué. Pregunté, pero no me contestaron, ni siquiera me miraron a los ojos. Parecían las estatuas descubiertas en China en 1974, en homenaje a Qin Shi Huang, primer emperador del territorio que no quiso morir abandonado y se rodeó de 7.000, guerreros y caballos de terracota. Creí que era una broma de mis vecinos, pero llamé a la centralita de taxis para acercarme a la próxima estación del tren de alta velocidad que pasa casi por mi puerta. Nadie me respondió a las innumerables llamadas que realicé. Recorrí los casi seiscientos metros que me separan de ella y, cuando llegué a su imagen de hormigón y cristales, observé que todos los trenes ocupaban los ocho carriles de sus vías, y que maquinistas, interventores, azafatas, cuerpo directivo, operarios, chicas operadoras del  "Renta Car", camareras, guardias de seguridad, taxistas, conductores y empleados de las líneas de autobuses, limpiadoras, mozos, vendedores de prensa, restauradores, personal encargado de atención a los minusválidos, policía secreta, sedentarios que encuentran en la estación su propio hogar, y viajeros que se encaminaban a diversos destinos, se encontraban todos en el más absoluto silencio y seriedad. Los trenes, en su vías. Los demás, en la amplia explanada, sin un gesto que pudiera definir su estado; sin una bandera de sindicatos con las siglas de UGT y de CCOO, sin ninguna enseña republicana, ni de la bicolor, con águila o con el escudo real. Nada de nada. Figuras de terracota, silencio inmenso. Ni los pájaros soltaban sus trinos por el gran vial de la ciudad. Me sentí acojonado, y me preguntaba qué pasaba, qué coño estaba pasando. Llame, nervioso, al 091, al 092, al 112..., y nadie respondía a mis llamadas urgentes. Me creía borracho, porque no sabía fijar mi horizonte. Encaminé mis pasos al centro de la ciudad, y me encontré con más hombres y mujeres y niños -tal como si fuesen figuras silentes- a las puertas de los pequeños y medianos comercios, de los grandes almacenes, de la Tesorería General de la Seguridad Social, del inmenso edificio de Hacienda, del Ayuntamiento, del Gobierno Civil, de las inmensas terrazas de los bares, de las múltiples oficinas bancarias: el BBVA, La Caixa, el Barclays, Cajasur.... Desde los botones al director, todos en la puerta, con los ojos perdidos al infinito, hondo el silencio y enervada sus figuras. Casi me derroté, pero aún tenía una esperanza: que las iglesias estuviesen abiertas y pudiera preguntar a Dios qué es lo que pasaba. Por San Hipólito, por San Nicolás de la Villa, por San Lorenzo, San Pedro y San Pablo, por Santa Marina y San Basilio, curas, arciprestes, acólitos, monaguillos y feligreses, fervorosos de toda la vida, católicos de misa y comunión diaria, todos en la puerta, con la mirada abandonada al cielo, con la piel de arcilla recién hecha en los cercanos hornos de La Rambla...

Intenté llamar a mis hijos a Sevilla, más que nada para comprobar si era una mala pesadilla lo que me estaba pasando o si era una triste realidad a la que no sabía poner nombre. Todas las formas de acceder a las nuevas tecnologías estaban cortadas. Ni una señal en los teléfonos móviles. Me fui directo al ordenador para conectarme con ellos, pero ni siquiera el ordenador iniciaba su programa de arranque. Me empezó a llover el miedo de si tenía o no comida guardada. Fui al supermercado próximo y amigo y me encontré en su linea de cajas con cerca de docientos empleados que no miraban a los ojos, sino a alguna nube que yo no pude intuir en aquel sótano. Muerto de miedo, me encaminé al céntrico cuartel de la Guardia Civil, y todos estaban en la puerta con la misma expresión, cual si sus hombres, o números, como así le llaman, fuesen una calcomanía de lo ya vivido. En verdad, en ese momento sí que me entró el espanto. La ciudad estaba muerta. O, quizás, más viva que nunca. La sociedad, me pareció, había tomado una global forma de poner su especial cara al Poder: la de no enfrentarse a él de forma violenta, partidismos y banderas, sólo con el silencio más sepulcral que uno pueda imaginarse, la de aniquilarlo con una puñalada de auténtico silencio.

Tal vez era sólo yo quien deambula por las calles, con los ojos abiertos de par en par, deseando de que alguien me invitase a ponerme a su lado. Pero todos formaban una legión de estatuas solemnes, como las de Bernini o Mercadante de Bretaña. Opté por ampararme bajo la gran copa de un castaño de indias, en el que no trinaba ni un solo pájaro y en el que parecían carecer de alas las chicharras. Creía que todo era una puesta en escena de la que yo no me había enterado, el rodaje de una película del aventurero Steven Spielberg. Pero ni una sola cámara, ni extras en la cola de ningún plató, ni ayudantes, maquilladores, productores y estilistas. Nadie. El único plató era el las calles vacías, preñadas sólo de estatuas humanas que miraban al más próximo horizonte.

Me pregunté por mis adentros y dije: -Ya van a aparecer los tanques como por las calles de Valencia en el golpe de Tejero. Nada, sólo silencio, mudez espantosa. Estaba muerto, pero de miedo, de algo que me sobrepasaba, que no había vivido jamás, quizás como nuestros padres viviesen por primera vez el rugido de los aviones sobre las azoteas de sus casas en la incivil guerra. Me invadió la tristeza más absoluta y en verdad que deseaba esa muerte pronta que piden los que ya saben que nadie ni nada puede salvarles.

De pronto, como un milagro, bajo la sombra del árbol acogedor, pude observar a personas nerviosas con trajes caros y de estilo -la mayoría de Boss y Zegna- que salían tímidamente de sus cuevas, de sus despachos de atractivo y pulido nogal, queriendo tirar de aquellas personas inamovibles, rogándoles que volvieran a sus puestos y prometiéndoles que les pagarían lo que ellos quisieran. Nadie se movía de entre la prieta masa, mientras que ellos, como unos pordioseros, seguían insistiendo en su afán. De pronto, como si una vara mágica hubiese aparecido en el Universo, todas las grandes concentraciones desaparecieron. No había nadie en las puertas de ningún edificio. Se habían disipado en el espacio. Sólo quedaban aquellos ricos hombres que ya no tenían la posibilidad de mandar a nadie, de que nadie los temiera ni les obedeciera por un mínimo jornal. Lloraban como desesperados, sabiendo que a partir de ahora ellos iban a convertirse en auténticos esclavos.

Comencé a sudar cual si una alta fiebre recorriese mi cuerpo. Quise morir en ese instante o haber desaparecido como todos. Mientras estaba luchando conmigo mismo, los ruidos de los coches tempraneros lograron devolverme de mi pesadilla. Los esclavos de siempre, los de todos los días, caminaban a sus puestos de trabajo para dejarse explotar por un mísero sueldo y con la espada del despido sobre la nuca. Todo era igual que siempre. Las calles se iban llenando de gente amargada, pero cumplidoras de su esclavitud...

Tardé mucho en aclimatarme a la nueva verdad. Me di una ducha fría y sentí correr por mi cuerpo el agua a borbotones. Nada fue verdad de lo soñado en aquella terrible noche de agosto. El calor, y el estado del país, algunas veces produce estos sueños monstruosos.


6 comentarios:

  1. Saludos cordiales, Emilio, del biógrafo de Bambino. Voy a leer de ahora en adelante tu blog con más detalle, de hecho soy el nº 120 entre los que te siguen. Con brevedad te diré que eres más sabio que antes porque ya vas dejando el equipaje por el camino, ya estás solo frente a tí mismo, las circunstancias de Ortega sobran, tus nuevos ojos ya ven lo que antes estaba oculto, bienvenido a la madurez del hombre, qué más da lo que haya afuera, la soledad te hace crecer. Sigue escribiendo, por favor, ya iremos charlando, no estás solo, el hombre con mayúsculas se ha afianzado. Vive, eso es lo único que importa.

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  2. Gracias, Santiago. Mi fardo lo fui dejando en el camino hace mucho tiempo, desde que no supe cómo se puede vivir en este mundo de mentiras y miserias. Hago todo lo posible e imposible por respirar para seguir viviendo, pero la soledad me aterra, y ese es mi futuro.

    Un abrazo.

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  3. Tu futuro el de todos, Emilio, ánimo y a por el bicho que es menos "manso" (esos son los que tienen más peligro) de lo que parece. El "mundo",y cuando empleo este término es para referirme a lo que está fuera de uno, es el mismo que el de tu infancia, que el de tu juventud y que el de tu madurez, lo único que ha cambiado es el color del cristal con el que cada cual -yo, tú, él, siempre en singular- lo mira. Sácale partido a esa soledad, tal vez ya se han acabado los deberes, las obligaciones, las prisas o los agobios, aunque fueron maravillosos en su tiempo, pero ahora de poco vale quejarse, extiende tu madurez y sigue transmitiendo todo lo que la vida te ha enseñado. Puede que haya otras oportunidades o no para que esa soledad sea compartida, pero sobre todo, y perdona que me repita, a ese ensimismamiento sácale partido por ti y por los que te seguimos. Jamás hay que rendirse ni tener miedo, ese "aterra" me suena a Miura bravo, corniveleto y astifino, pero bravo al fin y al cabo. Bambino decía al final de su vida (con otras palabras, claro) que cada uno se enfrenta a sus propios demonios. Pocos amigos le quedaban y eso que fue un número uno en lo suyo. Aquí me tienes para seguir charlando de lo divino, poco, y de lo humano, todo. La vida es bella, decía Begnini o como se apellide el guiri italiano, pero mucho más importante es darse cuenta de que, aunque los ánimos flaqueen, la vida es lo único que nos queda. Disculpa el rollo, viene a cuento porque deseo que te hagas seguidor de mi blog, yo sí estoy solo, tengo simplemente nueve personas apuntadas. Te acuerdas de Calderón: "Cuentan que un sabio un día, tan pobre y mísero estaba, etc,etc." En fin, dale caña a esa cocina nueva y come como un cura. Y que te quiten lo bailao. Un abrazo, Emilio. Ya te llamaré un día de estos. Es mi última charla contigo en público. Y olé.

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  4. Tengo muchos tacos de almanaque encima, amigo Santiago; he pasado, como cualquier humano, por muchas vicisitudes, y todas las he podido superar con mayor o mejor ánimo. La muerte de mi mujer no he podido superarla, ni creo que podré. Lo que más me aterra es tener que seguir viviendo tan solo, aunque también creo que es ley de vida.

    Nos llamaremos. Un abrazo.

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