LAS NIÑERAS
En mis años de chaval era muy fácil ver por las calles y plazas, por los bulevares y parques de la ciudad, a unas mozas muy relimpias y bien cuidadas, con impolutos delantales blancos, rodeadas de una abundante grey infantil. Eran las niñeras, chicas jóvenes que ante las pocas expectativas de sus pueblos cogían la maleta y, siempre recomendadas por algún paisano, se colocaban en las casas burguesas, a cambio de cama, comida y un mísero salario, para hacer las labores habituales del hogar y, por las tardes, sacar a pasear a los niños de la familia.
En esta fotografía vemos que niños y doncellas se están divirtiendo de lo lindo tocando las palmas mientras una de las niñas baila y el resto de niños permanecen atentos -hasta la niña del bocadillo-, viendo las evoluciones de la cría. Las niñeras siempre dejaron muchas huellas en los niños que tenían a su cargo, eran las que los mimaban, las que los aseaban para salir a la calle, las que los divertían con cuentos, y hasta las que les enseñaban los juegos de corro y esas cancioncillas del folklore infantil que, probablemente, gracias a ellas no se perdieron para siempre: "Quisiera ser tan alta como la luna", "El patio de mi casa", "Cómo planta usted las flores", "El corro de la patata", "¿Dónde está la llave?", "Pasemisí-pasemisá", "La señora Juana"...
Las sirvientas o niñeras, en sus pocos ratos libres, siempre estaban asociadas a la compañia de los "quintos", la mayoría de pueblos como ellas, con los que paseaban tranquilamente por los jardines tomando un helado y charlaban animadamente ligándose el uno al otro. En las familias en las que no había "posibles" para contratar a una niñera, se recurría siempre a las "tatas", que eran vecinas del corral o de la casa cercana que le habían tomado a uno cariño desde el nacimiento. Algunas de estas personas, como a mí me ocurrió con mis "tatas" Ana y Gertrudis, eran más que familiares y verdaderamente nos cuidaban como si fuésemos sus hijos, nos quitaban las liendres y piojillos a la vuelta del colegio, nos daban de merendar, nos curaban las heridas de las muchas caídas jugando a la pelota, perfeccionaban nuestra torpe lectura y hasta nos bañaban los sábados en aquellos lebrillos inmensos de barro, cuya agua se calentaba con el sol que daba en el patio.
Ya de mayor, y conociendo a personas que tuvieron en casa una niñera, o que disfrutaron de una "tata", me he dado cuenta de que jamás la abandonaron de sus corazones, tal la huella que ellas dejaron en aquellos años infantiles en los que se absorbe todo cuanto nos pasa alrededor.
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