
ESCRIBO
Escribo, escribo, escribo y continúo escribiendo.
Escribir, madre mía, es para mí como una dosis de pura cocaína.
Me temo que no soy más que un obseso cocainómano
del papel y la tinta.
Sin escribir, la vida no es realmente vida para mí.
Ya sé, lo sé, lo tengo muy presente, oh Asunción Sanchís,
mujer, amiga y madre y entrañable y querida paridora
de todo estoy que soy.
Ya sé, ya sé, ya sé que a ti no te gustaba,
siendo mi paridora, que yo perdiera el tiempo
leyendo y escribiendo, por lo que me decías una vez y otra vez:
“-Hijo mío, mi hijo, deja ya de escribir
y ponte a trabajar en lo que sea y haz dinero, ¡dinero!,
que al fin es lo que cuenta. Gana, gana dinero y deja
de escribir y de leer. No pierdas más tu tiempo.
Piensa que el tiempo es oro.”
Yo, hijo desobediente, seguía y seguía leyendo,
leyendo y escribiendo y mirando las nubes,
las flores y las aves y a las lindas muchachas.
Lo de escribir tal vez era una enfermedad incurable
o algo así, pero era lo que era, lo que a mí me gustaba,
por más que aquello fuera, como tú sentenciabas,
una pérdida inútil del, para ti, siempre valioso tiempo
que debía transformarse en resonante oro;
pero ya ves, ya ves, madre querida,
como he perdido el tiempo por completo y a esta edad de mi edad,
y a orillas ya prácticamente de mi último adiós
a todo esto que aquí llamamos vida,
sigo y sigo escribiendo y leyendo y soñando
y perdiendo mi tiempo, este tiempo
que derrocho y derrocho noche y día con alma de cigarra,
por más que tú hubieras preferido que en lugar de cigarra
tu hijo hubiese sido hormiga laboriosa.
Pero ya ves, ya ves, aquí me tienes, madre, con la pluma en la mano
y la cartera, como siempre, vacía y loco como siempre a tu pesar,
pues tú, madre del alma, que tanto me quisiste,
creías en realidad que yo estaba tocado,
loco quiero decir, por lo que tú solías compadecerme
cargada de tristeza y consciente de que tu hijo, yo, nunca jamás
sería un triunfador, un hombre rico y poderoso, pues el poder y la riqueza
no estaban hechos, madre, para mí.
Yo soy, por fortuna, un pobre hombre, un hombre pobre que escribe
y escribe a golpes vivos de estremecida y bella vida enamorada,
porque escribir es eso, amar y amar; amar sin esperar, locura de locuras,
nada a cambio. Sí, madre mía, escribo, escribo, escribo
y continúo escribiendo y así hasta que me muera
y se me caiga, ya sin fuerza ninguna, la pluma de la mano.
México D. F. 4 de septiembre 2010
Escribo, escribo, escribo y continúo escribiendo.
Escribir, madre mía, es para mí como una dosis de pura cocaína.
Me temo que no soy más que un obseso cocainómano
del papel y la tinta.
Sin escribir, la vida no es realmente vida para mí.
Ya sé, lo sé, lo tengo muy presente, oh Asunción Sanchís,
mujer, amiga y madre y entrañable y querida paridora
de todo estoy que soy.
Ya sé, ya sé, ya sé que a ti no te gustaba,
siendo mi paridora, que yo perdiera el tiempo
leyendo y escribiendo, por lo que me decías una vez y otra vez:
“-Hijo mío, mi hijo, deja ya de escribir
y ponte a trabajar en lo que sea y haz dinero, ¡dinero!,
que al fin es lo que cuenta. Gana, gana dinero y deja
de escribir y de leer. No pierdas más tu tiempo.
Piensa que el tiempo es oro.”
Yo, hijo desobediente, seguía y seguía leyendo,
leyendo y escribiendo y mirando las nubes,
las flores y las aves y a las lindas muchachas.
Lo de escribir tal vez era una enfermedad incurable
o algo así, pero era lo que era, lo que a mí me gustaba,
por más que aquello fuera, como tú sentenciabas,
una pérdida inútil del, para ti, siempre valioso tiempo
que debía transformarse en resonante oro;
pero ya ves, ya ves, madre querida,
como he perdido el tiempo por completo y a esta edad de mi edad,
y a orillas ya prácticamente de mi último adiós
a todo esto que aquí llamamos vida,
sigo y sigo escribiendo y leyendo y soñando
y perdiendo mi tiempo, este tiempo
que derrocho y derrocho noche y día con alma de cigarra,
por más que tú hubieras preferido que en lugar de cigarra
tu hijo hubiese sido hormiga laboriosa.
Pero ya ves, ya ves, aquí me tienes, madre, con la pluma en la mano
y la cartera, como siempre, vacía y loco como siempre a tu pesar,
pues tú, madre del alma, que tanto me quisiste,
creías en realidad que yo estaba tocado,
loco quiero decir, por lo que tú solías compadecerme
cargada de tristeza y consciente de que tu hijo, yo, nunca jamás
sería un triunfador, un hombre rico y poderoso, pues el poder y la riqueza
no estaban hechos, madre, para mí.
Yo soy, por fortuna, un pobre hombre, un hombre pobre que escribe
y escribe a golpes vivos de estremecida y bella vida enamorada,
porque escribir es eso, amar y amar; amar sin esperar, locura de locuras,
nada a cambio. Sí, madre mía, escribo, escribo, escribo
y continúo escribiendo y así hasta que me muera
y se me caiga, ya sin fuerza ninguna, la pluma de la mano.
México D. F. 4 de septiembre 2010
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