martes, 16 de noviembre de 2010

DESDE MI TORRE: LÁGRIMAS DESDE LAS ERMITAS DE CÓRDOBA


Anteayer, cuando el cielo estaba teñido de gris y desde mi cuarto apenas si apenas podían divisarse los contornos de Sierra Morena, la misma sierra te invitaba, como una mujer cuajada de tristezas, a que la acompañaras hasta su vientre huérfano de soles ese día. Me gusta la sierra así: cuando la melancolía te invita a andar por ella viendo las lágrimas de la lluvia que caen sobre sus senos de pinos y alcornoques, de naranjales y limoneros, de parras dormidas que darán el fruto dorado cuando arranque la hermosa anunciación de la Primavera.

Córdoba, anteayer, era un sueño visto desde la cumbre de la solitarias ermitas. Gozo para la contemplación plácida: sin prisas, sin reloj, sin compromisos. Córdoba, abajo, tendida como una mujer en el valle quebradizo y caprichoso del Guadalquivir. Córdoba, en la lluviosa mañana, tendida sin tiempo ni memoria, casi dormida bajo la espesa niebla y las gotas de un noviembre que la vistió de grises, tan verde ella, tan exuberante -con hache o sin hache intercalada- en sus rincones íntimos, en sus cuidados parques, en los jardines misteriosos de sus casas y patios...

Sevilla para vivir y Córdoba para morir, decía el poeta. Pero Córdoba, desde su sierra, anteayer me revitalizó. Hombres iban y venían andando con chubasqueros de coger los níscalos tempranos con los que lluvia y sol alfombran sus senderos. Paseantes anónimos subían andando a las ermitas a respirar la hondura grata de la soledad y a pedir algo, de paso, al Cristo de los Milagros. Ya no hay frailes de lenguas barbas por aquel entorno encantado. En él sólo habita el silencio, y la begonia todavía en flor, y el limón radiante en amarillos, y la cal blanca sobre el día oscuro luciendo sus espadañas. Anteayer también habitaba yo por aquel contorno, meditando, pensando que quién pudiera ser en estos días fraile para admirar a Córdoba en la mirada lejana y subir, el día de la llamada, imposible de obviar, desde aquel paraíso al infinito.

Olía a piña quemada como incienso de la sierra, a humedad que llena el olfato de olores diversos, de tomillo dormido, de romero en descanso, de espliego sesteando. Así mi alma, casi en la veladura de dos sueños: abajo la ciudad de coches y de prisas; arriba, a cinco minutos del agobio, la serenidad y el murmullo del monte. Y hay quien dice todavía que Dios no existe.

7 comentarios:

  1. Gracias por el relato y el día tan maravilloso en la Sierra Morena; necesitaba un poco de paz que pude compartir contigo.

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  2. Emilio Jiménez Díaz17 de noviembre de 2010, 14:36

    Momentos como ese son ciertamente irrepetibles. Qué me encantaría que un día lo hiciésemos con Ángel Vela y Saluqui, comer en el mismo lugar maravilloso y pegarnos un homenaje del diez.

    Y me encantaría que el día destilase esas lágrimas de lluvia, que es cuando la sierra se aprecia en todos sus encantos.

    ¿Por qué no un día de excursión trianera a Córdoba para visitar ese paraje?

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  3. La verdad es que como Emilio lo cuenta... cualquiera se resiste, aunque prefiero el sol, aunque sea menos poético.

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  4. ...pues dos veces "aunque" me reafirma en que prefiero andar calentito...

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  5. Conociéndote, te hubiese encantado ese día. Al frío se le combate con una buena chimenea, al calor no.
    No es poético lo que describo. Lo vivieron nuestros comunes amigos. Desde el ventanal del restaurante la vida se te colaba a sorbos. También la chimenea es un milagro del invierno que aún no ha llegado.
    ¿No te animas a una visita?

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  6. ¿Quien no?, pero sin andar mucho; directamente a la chimenea...

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  7. Sólo anduvimos el recinto de las ermitas, que es una preciosidad.

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