Las sevillanas, este baile único, son como un vuelo. Se adelanta la pareja y se abre de alas y en saya un poquito de aquí y allá. Luego, el aleteo se fija, se enreda, se complica, hasta que le entra el goce de sí mismo, y entonces copla a copla, se yergue, se ladea, roza el suelo con el ala, se tiende, se embriaga, enloquece su oleaje... ¡Ya está loca la pareja! El cuerpo humano femenino es, por la sevillana, eterno manantial de gracia diferente, resorte maravilloso del alma rítimica, flor depurada de siglos de baile volador.
¡Sevillanas! Fuera, la Giralda sueña vagos tonos malvas, vibrando en la luz completa de la tarde. No hay rincón, por leve que sea -comisura de labio, cáliz de flor- que no encante y transparente la luz. Esta luz tan alta que es toda, y en todo, música. Por un recodo de carmín y verde se va un rumor de campanillas de coche. Sobre la plaza de toros arde en oro la alegría.
Cae la tarde. Las casas se ponen rojas. Todavía la pareja se viene al centro, abre la alas y vuelca en la última luz divina de la hora exacta.
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