La saeta es un llanto solitario que se hace colectivo cuando la emoción nos pone un nudo en la garganta. Algunas veces se convierte en seguiriyas gitanas, o en carceleras, o en desgarrador martinete. El tema es el mismo: el dolor de Cristo y la amargura de María. El telón es el mismo: la Primavera, las mismas salidas o entradas de iglesias, capillas y conventos, las mismas esquinas, idénticas calles y paisajes para mejor visualizar la estampa preferida. Es la misma gente, igual el ritual, pero siempre es distinto el eco de la saeta que nos hace derramar lágrimas distintas.
No hay embalse que albergue más y mayor emoción, porque en sus ecos, doblemente litúrgicos, está encerrada la voz ancestral de una comunidad que siempre ha cantado derredor de la Cruz, amarga la del Calvario y jubilosa la del Mayo de nuestros patios, en una eterna peregrinación que marcha siempre hacia el camino de la Redención.
La saeta se canta a sí misma en el aguijón de sus estrofas y tiene el noble poderío de mezclarnos con su mensaje en la valiente y solitaria voz de quien la interpreta, porque sus motivaciones son en realidad las nuestras y el cantaor, en cierto modo, el que habla y reza por todos, el elegido, la voz de la tribu, el que canta lo que todos sufren. Bastaría la voz de un saetero para demostrar la teología viva de Sevilla a través de un cante, tan terminantemente angustioso, que huye de la algarabía de las coplas para amarrarse a la soledad de las tonás. El que canta en corto y por derecho, está rezándole a Dios dos veces.
La saeta es el lamento espiritual de un pueblo que desde siempre ha sentido a Cristo como amigo y caminante en el quehacer de su vida diaria. La saeta es el tuétano del pueblo andaluz, porque narra de una manera singular la Pasión de Jesucristo tal como él la entiende, la sufre y la vive. Y por eso necesita un Dios humanizado para sacarlo por sus calles y rezarle con un cante de firme autenticidad humana.
El sevillano va hablando con su Cristo con la normalidad del amigo que habla al amigo y, en Semana Santa, tiene una forma hermosísima de conquistar y perseverar en la amistad de Dios: la saeta. Tal vez sea el puñal de un pueblo siempre sangrante por su heridas, dardo, estilete que nos arranca el ¡ay! de un dolor continuado y al que la tierra pone muchas veces un ole como rúbrica... Y el saetero es el trovador de penas y agonías que distribuye, emocionándonos a todos, ese cantar del pueblo andaluz que, según las precisas palabras de Machado, todas las primaveras anda buscando escaleras para subir a la Cruz. Para subir a la Cruz a desenclavar a su Cristo, ese Hombre-Dios hecho a su imagen por las gubias amorosas de sus hermanos artistas, ese hombre al que le canta llorando por lo más trágico que sabe, como llora el amigo al perder a su amigo.
(EMILIO JIMÉNEZ DÍAZ)
No hay embalse que albergue más y mayor emoción, porque en sus ecos, doblemente litúrgicos, está encerrada la voz ancestral de una comunidad que siempre ha cantado derredor de la Cruz, amarga la del Calvario y jubilosa la del Mayo de nuestros patios, en una eterna peregrinación que marcha siempre hacia el camino de la Redención.
La saeta se canta a sí misma en el aguijón de sus estrofas y tiene el noble poderío de mezclarnos con su mensaje en la valiente y solitaria voz de quien la interpreta, porque sus motivaciones son en realidad las nuestras y el cantaor, en cierto modo, el que habla y reza por todos, el elegido, la voz de la tribu, el que canta lo que todos sufren. Bastaría la voz de un saetero para demostrar la teología viva de Sevilla a través de un cante, tan terminantemente angustioso, que huye de la algarabía de las coplas para amarrarse a la soledad de las tonás. El que canta en corto y por derecho, está rezándole a Dios dos veces.
La saeta es el lamento espiritual de un pueblo que desde siempre ha sentido a Cristo como amigo y caminante en el quehacer de su vida diaria. La saeta es el tuétano del pueblo andaluz, porque narra de una manera singular la Pasión de Jesucristo tal como él la entiende, la sufre y la vive. Y por eso necesita un Dios humanizado para sacarlo por sus calles y rezarle con un cante de firme autenticidad humana.
El sevillano va hablando con su Cristo con la normalidad del amigo que habla al amigo y, en Semana Santa, tiene una forma hermosísima de conquistar y perseverar en la amistad de Dios: la saeta. Tal vez sea el puñal de un pueblo siempre sangrante por su heridas, dardo, estilete que nos arranca el ¡ay! de un dolor continuado y al que la tierra pone muchas veces un ole como rúbrica... Y el saetero es el trovador de penas y agonías que distribuye, emocionándonos a todos, ese cantar del pueblo andaluz que, según las precisas palabras de Machado, todas las primaveras anda buscando escaleras para subir a la Cruz. Para subir a la Cruz a desenclavar a su Cristo, ese Hombre-Dios hecho a su imagen por las gubias amorosas de sus hermanos artistas, ese hombre al que le canta llorando por lo más trágico que sabe, como llora el amigo al perder a su amigo.
(EMILIO JIMÉNEZ DÍAZ)
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