domingo, 14 de febrero de 2010

TRIANA PUNTO Y APARTE: EL TARDÓN (1)


Barrio de artistas, pintores,

de poetas y toreros.
¡Qué buen mantillo en tus ubres,
Cortijo del Aceitero!

Nadie, a pesar de las miserias comunes de aquellos años, podrá quitarme la imagen lúdica de mi casa de El Turruñuelo. Quizás es que yo, niño entonces, y amante siempre de la libertad, agigantase en mi infancia las medidas de los patios, la sombra de sus parrales y la altura de sus jazmines. Probablemente es que era el mundo, junto al corral de mi nacencia, en el que mejor me encontraba. Mi casa, ya lo dije, era un jardín de libertad por el que corría a mi antojo tras los vuelos de los pájaros que picaban las uvas moscateles y se cimbreaban, alegres, sobre las ramas del níspero. Para mí, era un palacio hecho a mi pulso y medida. Para mis padres, tras la muerte de mi hermana, una prisión continua de recuerdos.. Por cada esquina de los patios, les parecía a ellos que mi hermana iba a salir jugando al escondite, y gritando: -¡Estoy aquí, estoy aquí!...


Ya en julio de 1953, cuando ella estaba ciertamente enferma, mi padre dirigió el escrito de rigor al Ilmo. Sr. Administrador del Instituto Nacional de la Vivienda exponiéndole que la actual que ocupábamos resultaba verdaderamente insuficiente, a la par que antihigiénica por su mucha humedad, falta de servicios y deplorable habitabilidad, por lo que, enterado de que se estaban construyendo unas para la clase media, suplicaba, previo los trámites que fuesen de rigor, y aportando cuantos datos se le pidiesen, tuviera a bien dicho organismo concederle una, a ser posible en Triana, en los terrenos del "Aceitero".

Triana como patrón y guía. Triana, siempre, como norte de la vida. Triana como esperanza única: "a ser posible"...

Lo cierto es que el año 1955 -dos años antes de entregarnos la vivienda-, mi padre tuvo que entregar la cantidad inicial de cuatro mil veinticinco pesetas, más doscientas setenta y siete con setenta céntimos de la primera mensualidad. No sé de dónde sacaría mi padre tal fortuna, máxime cuando, entre tantos trapicheos, sus emolumentos anuales sobrepasaban en muy poco las veinte mil. Mas, por fin, después de tantas y tantas peticiones, tanto papeleo y sacrificios, como si fuese la tierra prometida, el Paraíso nuevo, me encontré, de un día a otro, viviendo en El Tardón. Pasé de sentirme un cow-boy en mi pequeño Oeste de suburbio, jugando al western con una escoba como caballo y el dedo índice como pistola, a un antihéroe que se convertía en gentleman en una Nueva York que se habría tragado, de un golpe, los campos de orozuz, las charcas y las huertas de antaño para que en ella vivieran los pobres "potentados" de la gran y miserable periferia. Sin embargo, mis padres parecían haber encontrado de nuevo la felicidad, y yo también con ellos.

Ni en la mejor película de Berlanga podría retratarse la mudanza desde aquella casa, que era mi gran palacio, al piso nuevo que habíamos de estrenar en la calle López Pinillos, 5, 2º-C. ¡De tanto vivir en llano, subiendo a las alturas! ¡Qué vértigo de miedos la primera vez que me asomé al balcón!

Aparte de los llantos de la despedida de tatas, vecinos, amigos y compañeros comunes de mi familia, del adiós íntimo a un hogar de pocas alegrías y muchas lágrimas, la caravana de cirineos ayudantes fue para haberla filmado. No teníamos para nada.

¡Toma primera!

La caravana de ayudantes podría muy bien semejarse a la que las orugas forman cuando la humedad de la primavera es bien precisa. Mi padre alquiló, para lo más pesado, un carro tirado por un mulo, pero, amén del carro, una fila india de vecinos rodeaba las tapias del asilo de la Fundación Carrere, orilla de la barrida de la Dársena, portando cada uno un trozo de mi casa: tablas de estanterías, libros, canastos de ropa... Lo que nadie pudimos traernos en esa hermosa arriada humana de transporte fueron mis patios y sus flores. Allí se quedaron, en ese Turruñuelo en el que me había sentido tan feliz a pesar de las muchas tristezas.

¡El piso! ¡Ya teníamos piso!

Un gran salón era el eje de la vivienda. En uno de sus costados, el dormitorio de mis padres, donde ese mismo año fragüaron, ya felices, el nacimiento de mi nueva hermana: Esperanza, a la que llamaron así por muchas razones. En el otro, un humilde despacho lleno de libros, una sencilla mesa presidida por un Cachorro en barro, fielmente patinado, y una cabeza de Cervantes en cerámica. Allí escribió mi padre sus mejores poemas, esos que guardo con el mismo celo que él ponía en escribirlos. Fue un gran poeta al que traicionó, como a muchos, la espada de los días dictatoriales. Todos, casi todos, estaban confundidos ante el miedo del Régimen. Se les llenó el alma de yugos y de flechas, de vírgenes y cristos, de sermones y consignas. Fue una generación encallada en una falsa playa, una generación tristemente perdida...

Aunque yo ya tenía una habitación para mí en el nuevo piso, el cuarto de mi padre era mi centro, mi corazón, mi patio y mi recreo, mi estancia preferida. Cuando él no estaba, me bebía a raudales el caudal de sus escritos, dispersos sobre la mesa. Cuando él se encontraba allí, concentrado y solemne, comiéndose a humazos el alma de un Celta, me metía con él, le decía rimas macarrónicas y le escuchaba recitarme en voz alta, esperando, tal vez, mi graciosa respuesta:

Con el candor de la noche
ya va dejando su huella...

Interrumpiéndole yo jocoso: -¡Papá, ya viene la Estrella de camino!

Se acariciaba su oronda barriga, tosía con el humo amarillento de rápidas bocanadas y se le abrían los labios de orilla a orilla. Volvía a toser, cogía el papel entre sus manos y, con la misma guasa gorda de siempre, provocándome, remataba la faena:

Con el candor de la noche
ya va dejando su huella,
por el Puente de Triana
vuelve al arrabal su Estrella...

Y lo hacía queriendo, para que yo le dijese que aquello era muy malo, que él escribía unas cosas muy profundas que yo había leído, que estaba desperdiciando el tiempo con tantos poemas dedicados a las vírgenes y a las cosas religiosas... Y él, para provocarme más, me decía: -¡Escucha esto, Emilito...!
Serena, casi sin alma,
su dolor de calle a calle...

-¡Papá, la Virgen del Valle me parece que ya va a entrar en la carrera oficial!


Y él se reía de esas ocurrencias mías como una ballena oronda. Se volvía a acariciar la barriga, sandía palaciega a la que le tenía cariño. Nos compartíamos besos, nos abrazábamos en la idea de que los dos, padre e hijo, teníamos y compartíamos muchas afinidades.

Sólo tras su muerte joven, a los 51 años, cuando egoistamente me hice depositario de todo su legado personal y fui abriendo una por una sus carpetas y leyendo lentamente sus escritos, me di cuenta de su dimensión como poeta extraordinario, fino, exquisito, sensible, genial en las décimas y sonetos, profundo en cada uno de sus giros. En ellas estaban sus amores y desamores, sus preguntas ante la existencia y la muerte y los filosóficos pensamientos sobre la vida. Su enorme religiosidad y su apasionamiento mariano quizás limitase su tiempo para otras profundidades, pero en esas carpetas había muchas horas de intensidad, de amor y dolor condensados, de poesía actual, viva y profundista, hasta de rabia..., que algún día os iré dando a conocer.
En ese pequeño despacho de versos en el que fui creciendo, leía a mi padre mis primeros y temerosos poemas. Allí, ya más hecho y envinado, le contaba mil ilusiones de amores y amoríos, el despertar al sexo, mis más íntimos fracasos y mis enormes alegrías. Fue allí donde fue creciendo y madurando el hombre que ahora soy, rodeado de libros paternos, de folios y de humos de aquel Celta apestoso, donde le leí a mi padre el primer soneto que me había atrevido a escribir en mi vida, cuando sólo tenia 16 años de edad:

Me arrojaste a morir al darme vida.
Tú no pensaste en eso, querías darme
una vida tierna para besarme
y sentir ya la tuya compartida.

Vivir es un gran trago, mas la herida
que de vivir a mí pueda quedarme,
a tí la ofrezco, porque al engendrarme
te diste más allá de tu medida.

Desde entonces los dos. Y nos formamos
en la cantera gruesa. Te perdono.
Tú me echaste a morir sin darte cuenta.

Lo más bello que sé es que nos amamos,
que es mi tono de voz tu propio tono.
Me enseñaste a vivir, aunque lo sienta.

Y mi padre, emocionado, con lágrimas rodando cadenciosas por su rostro, no se lo podía creer y se resistía a que yo lo hubiese escrito con mi edad..., y lo saqué de su nube cuando le comencé a recitar el primer cuarteto de otro soneto en su honor:

Tú me diste la vida que poseo,
primera de tu horno de Triana,
fui yo la primeriza porcelana
del ansia grande que os alumbró el deseo...

Se abrazó a a mí, me pidió los poemas y, gracias a él, los conservo. Estaban en una de esas carpetas tan bien guardadas con llave que nunca quiso que leyese nadie. Sólo yo, tuve la mala suerte de ver sus secretos ante su muerte temprana. ¡Ay, mi querido padre!

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