martes, 19 de enero de 2010

ZAPATOS APASIONADOS (y 3)

Los zapatos de flamenca son simples, sin grandes abalorios de ostentación: piel de vacuno de primera calidad, suelas de cuero cosidas a mano, tirilla, punta ancha por lo general y tacón ancho, pero no muy alto, lo justo para que la bailaora se sienta segura sobre las tablas y se aferre a ellas dejando sus huellas imposibles de imitar. Nada tienen que ver estos zapatos con los que llevaban las mujeres en la Grecia clásica, ni con los muy suntuosos del Medioevo, ni con las botitas cortesanas usadas en el Renacimiento, ni con el estilo rococó de la Portugal del XVII, ni con el zapato veneciano de plataforma. No es el frágil zapato de cristal de Cenicienta, ni el stiletto de vértigo, ni el que diseñara Roger Vivier para la coronación de la reina Elizabeth II. Son sencillos, como la propia bailaora, demasiado sencillos para la grandeza que salen de ellos produciendo escalofrío y emoción. Si acaso, para alegrar la vista, colores puros, como el baile o como la tierra que se ha pisado del barrio de nacencia. Para esta inmensa e intensa liturgia, poco más se necesita que esos zapatos simples que nos llevan a la concentración de la artista para llegar a sentir ese duende del que todos nos hablan, pero que sólo sienten los intérpretes.

Tal vez el duende lo sintió rozando su piel Juana "La Macarrona" cuando, la noche anterior del célebre Concurso de Granada, celebrado en 1922, auspiciado por renombrados intelectuales de la época, tuvo lugar en el hotel Washington Irving, organizada por el poeta malagueño José Carlos de Luna, una cena a la que asistieron don Antonio Chacón -que sería el presidente del Jurado-, Manuel Torre, Faderico García Lorca, Ignacio Zuloaga, Santiago Rusiñol, Andrés Segovia, Federico García Sanchiz, la familia de Manolo Caracol, la propia Juana y Antonia Mercé "La Argentina". Dicen las crónicas que, en un auténtico momento de delirio, "La Macarrona" se arrancó bailando por Alegrías, y cómo lo haría, qué pasión, arte y gracia no le pondría a su baile que la gran Antonia Mercé -reina de todos los escenarios del mundo- se puso literalmente de rodillas ante aquella bailaora y, con auténtica liturgia, la descalzó y le pidió sus zapatos para conservarlos como una verdadera reliquia.

Tendría que existir un museo dedicado, exclusivamente, al zapato flamenco femenino. Sería un espacio cuajado de pasión, de llama, de fiebre, pálpito y entusiasmo. Un museo para acercarse a él apasionadamente, para arder en él con la misma efusión y calor que pusieron sus protagonistas a lo largo de dos siglos, conformando una historia mágica, extraordinariamente viva, que partió de humildes corrales vecinales para ir conquistando, con la fuerza racial de las bailaoras, todos los espacios escénicos y, lo más importante, el corazón de cuantos tuvieron la suerte, en cada época de sus vidas, de gozar, sentir y vivir esos momentos singulares. Si el baile apasiona a los que nos apasiona es por cuanto lleva de nosotros mismos en cada reafirmación de la vida.

Todo aporta a la majestad de la danza: los movimientos oscilantes del cuerpo, el lenguaje de brazos y manos, el vestido, el mantón o mantoncillo, pulseras, flores y collares, pero quien habla y nos deja su sentido -la verdadera lengua del baile- es el zapato, los zapatos acharolados o de raso, que son los que nos convocan a la llamada, al giro, al más genial de los desplantes, los que nos hunden en la tristeza, nos llevan en su compás o nos levantan el cuerpo a llamaradas.

Cuando ya la vida canse a la bailaora de tanto trajinar por medio mundo, qué duda cabe que también estarán cansados esos zapatos que tanta gloria le dieron y tantos aplausos arrancaron. Ella soñará en días lejanos de difíciles inicios, de noches en vela y de triunfos arrogantes, en sus maestras, en sus imitadoras y en la escuela que dejó después de tantos años de ejercicio. Y ellos, pequeños, pero gigantes y resistentes en su trabajo, dormirán en su pequeña caja de cuero el más largo y justo de los sueños, lejos ya de las miradas de aquellos que envidiaron su repiqueteo sobre las tablas, sus colores, vivos o de lutos, y sus tacones, que hacían saltar chispas de la fragüa encendida con el grito del Arte llorando por Seguiriyas: -Qué desgracia, mare,/ hasta en el andá,/ cómo los pasitos que p'alante doy/ se me van p'atrás...

4 comentarios:

  1. Todo un tratado; magnífico este trabajo sobre el zapato de baile femenino. Y magnífica la idea de un museo de estos zapatos, además de original sería la gran exposición de la pasión flamenca. Todo es cuestión de que las bailaoras se pongan de acuerdo y lo propongan. Imagino una bella historia en cada par...

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  2. En Elche ya existe un museo sobre el calzado en general, pero sería una buena idea que Triana -barrio del que salieron tan excelente bailaoras- montase el Museo del Zapato Flamenco. Todo es empezar y localizar material, que de seguro hay en abundancia. Recuerdo una tarde, hablando con un periodista amigo argentino, que viéndole el estado lamentable de sus zapatos, le dije que tendría que tirarlos y cambiarlos. Me contestó muy serio que tenía que comprarse unos nuevos y que esos los enterraría en su huerto. ¿Enterrarlos? -dije yo-. Y me contestó con la mayor naturalidad: -¿Sabes, Emilio, en cuántas guerras, en cuántos países, me han ayudado estos zapatos a sobrevivir? ¿No crees que se merecen un buen descanso afectuoso?
    Me quedé pensando una y mil veces. ¡Claro que sí!
    ¿Por qué no hacer eso mismo con los zapatos de las bailaoras?

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  3. Era un homenaje que le debía a todas las bailaoras. Mi gran pasión por el baile se ha fijado en esos zapatos humildes, pero tan soberbios, que marcan los centros de nuestras raíces más antiguas.

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