lunes, 25 de enero de 2010

PARA UNA TEORÍA DEL DUENDE: EL PELE

La foto es de mi querido amigo argentino Carlos Arbelos, de su libro "Matices Flamencos", publicado en 1994, y que lleva un pie, hermosísimo, de su mujer, María Rosa Fiszbein. Pero yo quiero, necesito, interpretar este instante. Conozco a Manuel Moreno Maya, al que todos conocemos como "El Pele", desde que tuvo el coraje de lanzarse en solitario por esos escenarios mágicos de los festivales veraniegos, en las tabernas reservadas para la liturgia de lo hondo, en las tertulias mínimas en las que la única religión era el cante.

Tuve el gozo de presentarlo en docenas de ocasiones y de rendirle homenaje con mi modesto verbo. Pero él sí que me rindió a mí, siempre, con el escalofrío de siglos de sus tercios. Él iniciaba su cátedra de oscuras propuestas y yo jamás podía condensar en diez folios la salía de un ¡Ay! que lastimaba todos los espacios. ¿Cómo contar a los demás que no estuvieron que ese ¡ay! traspasaba la epidermis, se colaba por los poros y desembocaba en las venas camino del corazón tras haberse quedado memorizado en el cerebro? ¿Quién podía atreverse a pontificar lo que fue y en un segundo ya no era? Ese ¡ay! se quedaba cuajado en la memoria, fijo para la eternidad, pero totalmente intransferible. "Ay, ay, ay,/ ande vé y dile a mi niño Currito/ que me escriba cartas/ que con sabé que mi niño Currito está güeno/ me sobra y me basta"...

En esta imagen, Manuel de Palma está desvaído en un segundo plano, pero también se le imagina que está en trance, ensimismado, con los ojos cerrados, intuyendo el tirón, el pellizco que "El Pele" va a soltar, desmadrado el pecho, por el manantial de unos labios entreabiertos para ligar el tercio. Cuando canta este gitano cordobés, toda la genética de su raza le florece en la boca: infinita de tragedias, de latidos de sangre, de memoria herida. Cuando canta "El Pele", todo su universo más inmediato es el silencio, su voz es la única que puede, y debe, horadar el espacio de una parte a otra. Cuando su ¡ay! terrible restalla, todos nos dolemos al unísono, formamos parte de él, nos sentimos herederos de ese grito primigenio. ¡Ay, ay, ay! y todos nos llevamos las manos a los vellos en punta de nuestros brazos, y nos tocamos el corazón por ver si seguimos estando vivos, y cerramos nuestros ojos para que se abran las puertas de la memoria vieja de nuestra tierra, y casi queremos escondernos de tanto dolor, de tanto grito vivo y condensado.

El duende al que está convocando -y del que muchos no saben, o no quieren saber- se palpa ahí - yo lo siento, lo presiento, lo estoy deseando-, en esas orillas carnosas por las que saldrá, de un momento a otro, la lava candente del volcán de lo hondo, de esas entrañas que esconde un magma humano, que no mineral, que quiere ser compartido por los que amamos y nos gusta sufrir con esta liturgia del Flamenco.

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