Cuando escribo estas líneas, a las diez y media de la noche de este Jueves Santo, y después de saber que ninguna hermandad de Sevilla pudo procesionar a sus imágenes en este día por culpa de la lluvia, acabo de llegar de ver, en la Plaza de las Tendillas cordobesa, con un frío propio de un invierno infame, el paso de tres hermandades que han tenido que salir en busca de refugio seguro cuando unas gotas mínimas hicieron su aparición, por vez primera en esta Semana Santa, en el cielo cordobés. No había mucha gente, esa es la verdad. ¿Quién se va a atrever a salir con los niños de la casa cuando el aire era más propio del Moncayo que de Sierra Morena y en el telar se vislumbraban nubes de gris plomizo? Vi pasar al Nazareno, y a la Sagrada Cena, y, cual un Mariano Medina cualquiera, intuí, cuando la Cruz de Guía de Nuestro Padre Jesús Caído entraba en la carrera oficial, que había que irse a casa, so pena de querer ir al Hospital Reina Sofía. ¡Qué tiempo más desapacible! Da igual que la Semana Santa la trasladen a Agosto. Siempre lloverá. Parece que la tristeza política se ha extendido, como mal fario, a todas las celebraciones del pueblo llano.
Cuando he llegado a casa, lo primero que he hecho es poner el calentador, cual si noviembre estuviese llamando a las puertas. El aire mueve a los árboles a su antojo. Llueve, como en los versos de Machado, como en la célebre canción de Serrat. Sierra Morena, desde mi estudio, parece un telón de luto, y la ciudad se ha quedado desierta en pocos minutajes del reloj. ¡Semana Santa...!
Desde un bar llamé a mi amigo José Luis para que me informara de la brújula de Triana. Llovía a mares y ninguna hermandad salió. Mi idea era salir para mi tierra a ver su madrugada más mágica. Todo parecía estar en contra, y era una absoluta tontería meterse en carretera para, a renglón seguido, tener que meterse en la cama en vez de corretear por la calle Pureza buscando la de la Esperanza. No sé si saldrá. Ojalá que esta madrugada Sevilla tenga un respiro en su tiempo y ella entera se entregue a esa noche envidiable en todo el orbe. Ojalá que se abran los piropos, los lacrimales, los rezos y las palmas. El pueblo tiene ganas de desahogar sus penas, y qué mejor que en esta noche. No se cabrá por San Lorenzo, ni por la Macarena, ni por la collación de la Magdalena, ni por los linderos de Monsalves, ni allá por donde un Cristo gitano da lecciones de entrega. ¡El tiempo, sólo el tiempo puede hacer posible este milagro de la noche única de Sevilla!
Me imagino niño en los balcones de mi abuela Emilia, junto a mis padres, tíos y primos, esperando el paso de nuestra Esperanza, adornando su balcón principal una gran palma rizada venida de Elche. Recuerdo esta noche, aún con lágrimas, cuando mi padre fue a despedir a su Esperanza en el puente pidiéndole por mi hermana enferma, encontrándola muerta, abrazada a mí cuando llegó a la casa. Era 1955, tal noche como hoy, pero hoy, para mí -imposible olvidar ese choque emocional cuando sólo tenía 6 años- vuelve a ser 1955 y madrugada del Jueves Santo. No se borra del almanaque aquella fecha. Es imposible. Me lleva el instante a recordar todas las madrugadas de mi vida: las primeras gloriosas en las que, por fin, me dejaban mis suegros vivirla con mi novia; las disfrutadas entre amigos; las radiadas cuando hacía mi cometido en la Cadena COPE y, después, en Radio Nacional. Todas esas madrugadas me pertenecen. Fueron mías, Las de las lágrimas y las del placer.
Hoy, después de haber desistido de llevar mis pasos a Sevilla, espero que las imágenes de la madrugada puedan salir. ¡Qué mayor alegría para un pueblo al que sólo le quedan sus cosas legítimas, las que ellos inventaron hace siglos por medio de humildes asociaciones gremiales! Nos han fallado nuestros políticos. España está en la ruina. El cincuenta por ciento de la juventud está en el paro más absoluto. Los viejos en la mayor indigencia. Las familias son sospechosas de impagos. La tristeza es manifiesta. Cristo predicó otra cosa muy distinta de la que practican los ricos y poderosos, y la propia iglesia, que nunca se nos olvide. Las hermandades se han convertido, al menos en Sevilla, en poderes fácticos, en nidos de capillitas y meapilas, de muchos gays -con todos mis respetos hacia ellos- y de poca gente seria y comprometida. El instinto natural de las hermandades es estrenar palios nuevos, respiraderos, varales, insignias... ¡Qué lejos del mensaje de Cristo! Pero, así es nuestra Semana Santa, a la que criticamos y que, a la vez, nos deja convencer.
En medio de tantas tribulaciones, de tanto horror en el mundo, de tanta miseria, de tan inmisericorde cinismo, queremos ver a nuestras imágenes en la calle, quizás queriendo predicar que es mayor la fuerza del pueblo que la del Estado. Sabéis que no soy semanasantero, que no soy capillita, que estoy en contra de estas organizaciones que sólo van a su lucimiento y son más fácticas que un cardenal o un representante del gobierno. Rogaría a Dios para que lloviese a mares todas las semanas santas y no pudiese salir ninguna cofradía. Pero me engañaría a mí mismo como sevillano si no le implorase al mismo tiempo que saliese el sol más bendito de la Primavera para que nos preñasen de ilusiones.
Al pueblo llano, al fin y al cabo, sólo le suele quedar siempre su Esperanza como patrimonio.
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