viernes, 5 de julio de 2013

DESDE MI TORRE: EL CANTURREO DEL CARPINTERO


Dentro del equipo que formábamos el grueso del departamento de artística de mi empresa de toda la vida -todos ellos excelentes compañeros, artistas y bohemios, cada cual con su música-, me maravillaba siempre un carpintero, gran ebanista, silencioso como un cartujo y listo como el hambre para la interpretación de los planos, algunas veces muy dificultosos, llamado Laurencio. Tuvo la mala suerte de morir joven, por aquello del abuso callado del aguardiente mañanero, tan del gusto de este gremio, del de la escayola y del artisteo en general. En sus silencios largos, como una sandía oronda que no nos atreviésemos a abrir por temor a dar un mal tajo, guardaba el amigo un manantial de auténtica sabiduría, abonado por una filosofía natural y por unas vivencias que nos podrían acercar a los inicios de una teología tan primitiva como interesante.

Cuando en la sobremesa, tras la ingesta del bocata y unos vasos de tinto, la conversación se disparaba desde la política a la religión, desde el sometimiento de la clase obrera a la burguesía, desde Franco a una transición en la que parecía que todo iba a cambiar, y las voces se alzaban, y cada uno tomaba partido, el bueno de Laurencio, sin irse del coro, iniciaba un canturreo, casi tan mudo como su voz, y jamás participaba en lo que después entendimos que era una opción que sólo toman los sabios. El gallinero se animaba y los "kikiriquís" subían de tono, así como las divisiones de opinión sobre el tema a debate. Laurencio seguía a baja voz, casi apenas imperceptible, ese canturreo extraño al que llegamos a acostumbrarnos sin apenas sentir una mota de molestia.

Todos éramos defensores de nuestras ideas. De Laurencio sabíamos poco, casi nada, sólo su habilidad como excelente artesano de la madera. Pero nada más. Murió sin despedirse. Pero cuando faltó nos dimos cuenta de que era un gran activista en pro de los trabajadores, que estaba metido en Comisiones Obreras hasta las cejas en tiempos que ninguno de nosotros, gallos de pelea, nos atrevimos. Que gracias a él conseguimos el sábado libre y la jornada contínua, que se pagasen las horas extras, que tuviésemos la dignidad de un espacio para el almuerzo, que la nómina se repartiera en el mismo puesto de trabajo...

Mientras él canturreaba, como si fuese un extraño loco, nosotros nos matábamos por defender nuestras ideas, a las que nunca pusimos las fuerzas suficientes para llevar a cabo. Laurencio, con su canturreo por lo bajini, siempre nos dio la lección más grande de nuestras vidas. No predicaba y daba trigo, no chillaba y nos demostró, bien que nos lo demostró, que en su profundo silencio tenía más cojones que todos nosotros juntos.

2 comentarios:

  1. Me encanta lo que cuentas.

    No tengo ahora mucho tiempo para visitar este estimado blog, pero si paso por aquí siempre apetece leer tus artículos.

    Muchas gracias. Cúidate mucho.

    Ia

    ResponderEliminar
  2. Como verás, Ia, yo tampoco tengo mucho tiempo ni para atender al blog ajetreado con unas cosas y otras, sobre todo mucha lectura de actualidad.
    Que lo paséis bien este verano.

    Un abrazo.

    ResponderEliminar