domingo, 24 de febrero de 2013

DESDE MI TORRE: UNA ESPAÑA SIN TABACO


Una de las características que acusan más la pobreza de España es cuando sus miembros se quedan sin tabaco. Puede faltar la compra de ropa nueva, de algunos deseos más o menos necesarios, pero jamás el tabaco y la Cruzcampo del mediodía. Recuerdo en la posguerra, en la larguísima posguerra, dos temas sobre el tabaco que siempre se me quedaron impresos. Mi abuelo paterno, mi querido abuelo Ramón, más gitano que todo el Monte Pirolo, tan cercano, llegaba a colgar las cáscaras de las patatas en el tendedero del corral para que se secasen. Una vez seca, las trituraba con cuidado cariño hasta convertirlas en hebras que mezclaba hábilmente con las de las colillas recogidas pacientemente de la calle. Tenía una caja de metal, de esas que en un tiempo guardaban la exquisita "carne de membrillo", de la localidad cordobesa de Puente Genil, y en ella realizaba el milagro cotidiano de hacer de aquella materia algo fumable. Sacaba su librillo de papel, y con más agilidad que la de un ilusionista, transformaba en un santiamén, sellada por un toque de saliva, ese papel finísimo en un cigarro de lujo.

Otro tema sobre el tabaco era el de mi tío José, hermano de mi madre, que murió a los 96 años de edad. Alto como un álamo y fuerte como los caballos que siempre montaba para vender las mercancías de su huerta en la plaza de Constantina. Cuando la vida llegó a menos se fabricó -tan señorito él- una especie de vara de naranjo con una puntilla de base más afilada que la cuchilla de una guillotina. Con ese porte de alto fuste, y con un sombrero que le daba cierto aire especial de un noble, y con mejor mirada que un búho en la madrugada, atrapaba las colillas de todas las puertas de los grandes bares, cafés y restaurantes de la ciudad, llevándose sus presas al bolsillo de la chaqueta con una habilidad envidiable. ¡Tristes tiempos!

Recuerdo que mi padre -me parece que lo he contado alguna vez en estas mismas páginas- tenía un compadre, llamado Domingo, que vivía en el Barrio Voluntad de Triana, y que era jefe de producción de la Tabacalera de Sevilla. A ellos, a los empleados, todos los jueves les regalaban dos cuarterones, con el escudo franquista de España, con el águila en negro sobre fondo verde. Los viernes, cuando mi padre llegaba al corral a visitar al suyo, a mi abuelo, era día de fiesta. Mi abuelo, nervioso, rellenaba sus petacas. Por fin, fuera las cáscaras de las patatas y la mezcla con colillas. Era su día más feliz, y si tenía una jarra de vino al lado mejor que mejor, y si me tenía a mí, porque mi padre me llevase a verlo..., ¡la Gloria!

Eran tiempos de una posguerra de mucha necesidad. Pero hoy en día, desgraciadamente, veo a muchas personas, como mi tío y mi abuelo, rebuscando en los ceniceros a la puerta de los grandes almacenes, de las estaciones de trenes y autobuses, pidiendo cigarros a los viandantes, cogiendo las colillas casi a medias que uno tira cuando entra en un establecimiento.

Están los sin tabaco de cara dura que todos hemos conocido, aquellos que aún ganado mucho dinero quieren vivir del presupuesto del contrario. En mi empresa, ya estando en Córdoba, tuve un amigo  con un excelente sueldo, que le pedía tabaco hasta a la estatua del Gran Capitán. Yo, de cachondeo, y mientras se lo daba, le decía: -Mira, Dani, con este que te doy, ya te he pagado el salón, la cocina y el dormitorio de los niños. ¡Compra tabaco, coño! Este personal disfruta con esto. Aunque son muchos los que forman esta clase de vividores, no forman gremio porque se les conoce a la legua como al sacerdote de Montoro: El tabaco que yo fumo / -decía el cura de Montoro- , / este sí que es un tabaco / y no el del estanco, que es un robo.

Ahora es imposible intentar fumarte un cigarro a las puertas de cualquier estación del AVE sin que te vengan dos o tres, o cuatrocientos, pidiéndote un cigarro. Recuerdo que estaba tan harto de ciertos compañeros gorristas que me dio en una etapa por comprar dos clases de marcas: el LM, que siempre he fumado, y el "Celta". Cuando me pedían un cigarro les ofrecía del segundo..., y me ponían mala cara. ¿No me has pedido un cigarro? Aquí lo tienes...

Qué diferente era ese estudio inolvidable de mi empresa, totalmente bohemio y creador, lleno de artistas de mucha valía, que cuando uno se quedaba sin tabaco, casualmente, se acercaba a ti y te cantaba por lo bajini, con una música inolvidable de los años de las coristas, y poniéndote cara de circunstancia:

-¡Emiliooooooo...
tengo una pena, y me consumo
al ver que fumas y yo no fumo.
Si yo fumara, sería feliz
echando humito por la naríz.

Tiempos donde habitaba la gracia más profunda. Hoy, en esta España sin tabaco, si no se lo das al que te lo pide, hasta puede escupirte, o meterte un navajazo. ¡Cosas!

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