Pocas cosas hay que me gusten más en mi vida andariega que unos titiriteros, que unos músicos ambulantes, que una cabra subida en una escalera y que una zíngara contorsionista. Cuando "El Puesto de las Flores" de mi amigo Loren estaba en el Altozano, esto era muy habitual. Los musiqueros -algunos gloriosos- se daban cita allí, junto a la escultura belmontina de Venancio Blanco, y yo y mi familia y mis amigos nos lo pasábamos pipa, como hoy suele decirse. Casi sin cuerdas tocaba y cantaba "Changuito" herido por las drogas; el trompetero gitano-portugués lo hacía con religiosidad suma queriendo imitar a Louis Armstrong; la "Pantojita" nos dejaba un manojo de "sevillanas" sin ritmo, pero con la gracia impuesta por la necesidad; toda la bohemia marchita tenía allí su sitio y lugar, como en el XVI la tenían los truhanes en las gradas de la catedral.
Es cosa heredada. Recuerdo la casa de mi padres siempre llena de gente del artisteo de calle. En una feria de Sevilla, mi padre se quedó embobado de cómo tocaba un violinista. Terminó en casa comiendo, tocando y cobrando. En el chiringuito "El Atlántico", de Matalacañas, por culpa de esa herencia, invité a almorzar en él a toda una troupe, cabra incluída. ¡Que forma de tocar la trompeta y el saxofón aquel hombre! ¿No se merecía unas buenas gambas y un buen pescado él y su familia, a cambio de una musical sobremesa?. En Isla Cristina, en su Plaza de la Lonja, me pasó igual. Recuerden aquellos versillos de mi cuarderno dedicado al lugar: De músicas se cubrió/ la placita de la Lonja/ cuando la noche preñó/ la tierra y el mar de sombras./ Una trompeta llenaba,/ con sus aires musicales,/ tierra, monte y litorales/ con su do, re, mi, fa, sol./ ¡Titiriteros, qué gloria,/ cuánta carga de añoranzas!/ En la plaza de la Lonja/ volví de nuevo a mi infancia.
Tengo la inmensa suerte que, justo debajo de casa, tengo un restaurante, "La Marquesita", que programa cada semana una actuación musical. No son titiriteros, evidentemente. Son grandes músicos huídos de esa Cuba comunista y que están repartidos por toda nuestra geografía. Cada viernes, aparece en mí esa pasión musical y allí que me bajo a verlos, a bailar al ritmo que tocan, y a pasármelo bien, a charlar con ellos y a preguntarles por qué la ausencia de mi amigo Ernesto, el saxo, la pronta muerte de su mujer, Carmen, gran pianista y vocalista, cómo les va, si notan la crisis...
"Papito" tiene más de dos metros de humanidad y un montón de kilos de brillante son cubano. Cuba le rebosa en los labios y en las lágrimas de sus ojos. Pero allí no se puede vivir. Por eso están aquí, como nuevos músicos callejeros, alegrándonos un poco los malos tiempos que también nosotros corremos. Cuando lo escucho cantar o tocar el piano, acompañado por la trompeta de su compañero "El Blanco", me transporto a otros tiempos y me dejo llevar. Mis penas también se van con ellos, con su música, como si ellos fueran un río de corriente fuerte y cristalina que cada viernes me arrastra los malos mengues hacia no sé qué sitio.
"Papito" tiene más de dos metros de humanidad y un montón de kilos de brillante son cubano. Cuba le rebosa en los labios y en las lágrimas de sus ojos. Pero allí no se puede vivir. Por eso están aquí, como nuevos músicos callejeros, alegrándonos un poco los malos tiempos que también nosotros corremos. Cuando lo escucho cantar o tocar el piano, acompañado por la trompeta de su compañero "El Blanco", me transporto a otros tiempos y me dejo llevar. Mis penas también se van con ellos, con su música, como si ellos fueran un río de corriente fuerte y cristalina que cada viernes me arrastra los malos mengues hacia no sé qué sitio.
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