Cuando revisas los viejos cajones, el tiempo te devuelve la memoria a golpes de sorpresas. Aparecen en ellos poemas que habías dado por muertos, viejos diplomas, antiguas entradas de fútbol y, como en esta ocasión me ha ocurrido, fotografías como esta que no sabía uno dónde se encontraba, y en la que aparezco con mi desaparecido primo José Manuel el día de Reyes de 1954, frente a la casa de nuestra tía Lola, que por entonces vivía en la calle hoy denominada Nuestra Señora de la Salud, en las casitas de la misma acera donde se encuentra la iglesia de San Gonzalo.
Ya hace 56 años de esta instantánea y parece que fue ayer cuando la risa de la ilusión nos florecía en los labios. Yo tenía cuatro añitos y medio y uno menos mi primo, que parecía un marqués con su camisa y chaqueta. Yo iba como siempre me he conocido en los inviernos de mi infancia: con una especie de gabardina cruda destartalada,unos gruesos calcetines y unas dolorosas botas. En mi brazo izquierdo llevo el mejor regalo que pudieron hacerme en mi vida: el célebre cine "Nic", que traería a mi niñez mis primeros héroes del comic por medio de Popeye y el Gato Félix en las bobinas de papel vegetal que cuidaba con esmero. ¡Cuántas tardes dando vueltas a la manivela para unos brevísimos minutos de mi primera filmoteca!
El edificio que se ve en ella es el de la célebre cortijada de "La Torrecilla", hoy propiedad de "Mariscos Emilio", donde estaba la taberna de Eloy y paraban los tranvías a su paso por la Avenida de Coria mientras los hombres se jugaban a la tángana la copa diaria. Y en el solar a nuestras espaldas, que llegué a conocer alguna vez como pequeña huerta, convertido hoy en bloques de pisos, montaban en verano el cine "Giralda", que anteriormente se situaba en el solar que dejase la demolición del "Hotel Guitarra", donde se encuentra en la actualidad el ambulatorio Amante Laffón.
¡Qué tiempos aquellos! ¿Qué pensaría aquel niño del año 1954? Aquel día de Reyes, de seguro que en llegar cuanto antes a mi casa del Torruñuelo para visionar aquellas imágenes maravillosas que aún mantengo en la retina.
Los cajones, qué duda cabe, siempre son una "caja de sorpresas".
Ya hace 56 años de esta instantánea y parece que fue ayer cuando la risa de la ilusión nos florecía en los labios. Yo tenía cuatro añitos y medio y uno menos mi primo, que parecía un marqués con su camisa y chaqueta. Yo iba como siempre me he conocido en los inviernos de mi infancia: con una especie de gabardina cruda destartalada,unos gruesos calcetines y unas dolorosas botas. En mi brazo izquierdo llevo el mejor regalo que pudieron hacerme en mi vida: el célebre cine "Nic", que traería a mi niñez mis primeros héroes del comic por medio de Popeye y el Gato Félix en las bobinas de papel vegetal que cuidaba con esmero. ¡Cuántas tardes dando vueltas a la manivela para unos brevísimos minutos de mi primera filmoteca!
El edificio que se ve en ella es el de la célebre cortijada de "La Torrecilla", hoy propiedad de "Mariscos Emilio", donde estaba la taberna de Eloy y paraban los tranvías a su paso por la Avenida de Coria mientras los hombres se jugaban a la tángana la copa diaria. Y en el solar a nuestras espaldas, que llegué a conocer alguna vez como pequeña huerta, convertido hoy en bloques de pisos, montaban en verano el cine "Giralda", que anteriormente se situaba en el solar que dejase la demolición del "Hotel Guitarra", donde se encuentra en la actualidad el ambulatorio Amante Laffón.
¡Qué tiempos aquellos! ¿Qué pensaría aquel niño del año 1954? Aquel día de Reyes, de seguro que en llegar cuanto antes a mi casa del Torruñuelo para visionar aquellas imágenes maravillosas que aún mantengo en la retina.
Los cajones, qué duda cabe, siempre son una "caja de sorpresas".
Preciosas aquellas mañanas de Reyes; cuánta ilusión para lo poco que recibíamos. Pues aquella ilusión creo que ha desaparecido; los niños hoy están saturados de todo, no les caben los juguetes en el cuarto, y el día 6 de enero ha quedado como la demostración más palpable y pública de un derroche, como todos, absurdo. La sonrisa de un niño ante un juguete hoy dura lo que tarda en abrir la caja; al momento está en el montón.
ResponderEliminarFue, de verdad, el mejor regalo que recibí en mi vida. Después, yo mismo me dibujaba las películas en tiras de papel vegetal que me traía mi padre de la papelería Ferrer de la calle Sierpes.
ResponderEliminar¿Para qué coño habrá que crecer?
Hoy, lo que tú dices lo veo por mis nietos: me da miedo, y a los padres se lo he recriminado muchas veces, la cantidad de juguetes que reciben, los miran y los olvidan. Sin embargo, cuando yo llego, lo único que les interesa es jugar al escondite conmigo, a la pelota, que le haga aviones de pepel... Como siempre digo de muletilla: ¡Cosas!
Yo sueño con poder leer tebeos al lado de mis nietos, que disfrutemos con la lectura; para él será un descubrimiento y una distracción (aparte de una fuente de conocimientos), para mi tener su edad, crecer a la par. Y después jugar con las pistolitas de alfileres de madera y los soldados recortables, que también guardo para ellos. Y para la calle tengo preparados dos trompos de los de verdad, no de esos de plástico coloreados. ¡Ah, la patria del hombre...! Esa infancia adonde siempre queremos regresar. Y podres niños de hoy que no sabrán a qué jugar con sus nietos cuando los tengan.
ResponderEliminarNo tendrás mejor sueño. Siempre se acordarán de su abuelo. Por tebeos no se van a quedar los niños, ni por trompos de los de antes.
ResponderEliminarUna vez, en un viaje con Loli por las Alpujarras, hará cinco años, en una especie de bazar, ferretería, bar, tienda de comestibles, alfarería..., tenía de todo, encontré toda esa clase de juguetes que ya no se fabrican: y compré la clásita escopeta pintada en fucsia, la de los imperdibles de la ropa, tiradores de madera con la goma elástica, trompo y trompa-que también tenía su femenino en más rechoncha... Fue todo un descubrimiento que me traje a precio de risa.
Hoy, los niños están clavados a ese pequeña consola que los está alienando a todos.
Hoy que se llama "cultura" a todo, incluída la botellona, hemos olvidado la Cultura (mayúscula) de los juegos infantiles de aquella edad de oro que fueron los años cincuenta; hay libros que los recuerdan, pero ninguno mejor que la memoria de los que lo disfrutaron en esa parcela vital que, siendo poco más o menos el diez por ciento del total de una vida normal, es tan fundamental y tan añorada. Fuimos una generación afortunada los niños de los cincuenta, como lo fuimos después, de muchachos, en los sesenta. Supimos sacarle el jugo a lo que teníamos, mucho de ello fruto de nuestra imaginación. Hoy el sonido de la calle son ladridos; antes era la risa y los gritos alborozados de los chiquillos. La vida humana anda tan recogida (tras pantallas y pantallitas) que apenas se aprecia. Triste como todo lo que se ha estropeado para siempre.
ResponderEliminarRecuerdo la primera vez que llevé a Loli a Francia, y era en el Sur, en Pau, a casa de mi "hermano" Santi y Nadine. El sitio maravilloso, espectacular, con los Pirineos como telón de la mansión. A los pocos días, Loli me hizo una pregunta que me hizo reflexionar: ¿Emilio, en esta ciudad no hay niños?
ResponderEliminarLo mismo está pasando hoy en nuestras calles y barriadas: los niños han desaparecido sin existir el tan recurrido "mantequero" de nuestras madres.
Un día se tendría que formar una asociación para incentivar los juegos y canciones infantiles de otros tiempos. ¿Existirá mejor educación que esa?
Hoy las calles son carreteras asfaltadas con las mismas señalizaciones (fíjate, hasta lo que fue el paseo de Triana, la calle Pureza), y las surcan los coches -dictadores de metal a toda velocidad- quedando pequeños espacios convertidos en parquecillos con columpios para los más chicos y, en contados sitios, espacios para jugar al futbito con camiseta de equipo civilizado; esta es la calle de los chiquillos de hoy. Imposible bailar un trompo de los de verdad, jugar a la lima o a las bolas, o al turco o el cordel, porque, además, otra reina amenaza desde su trono alargado y flamante: la bicicleta. Ya ves, hasta los juegos de la Velá son los bolos montañeses y otras lindezas ajenas como la petanca; quedaron en el olvido la tángana o las siete y media, que a eso se jugaba en Triana. No acompaña ni la memoria, ni el personal, que sabe Dios de dónde ha llegado, ni mucho menos el terreno.
ResponderEliminarAsí que hemos condenado a los niños a ser pequeños robots de la misma serie, resguardados en su cuarto para que el aire y el agua de lluvia no los oxide. Pobres.
Así es. Además, todas las nuevas plazas y paseos los están haciendo duros con tanto cemento y granito. Nada de la presencia del agua y de las flores.
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