miércoles, 5 de mayo de 2010

PERSONAS EN MI VIDA: PILAR LÓPEZ

Conocí a la excepcional bailaora Pilar López Júlvez el año 1988, cuando el Jurado del "Compás del Cante" acordó, por unanimidad, concederle tal Distinción. Era una gran señora en toda la extensión de la palabra: sencilla a pesar de tanta grandeza en ella contenida, cortés, simpática a rabiar, con una inteligencia fuera de lo común y una memoria envidiable.

Aunque vasca de nacimiento parecía una andaluza más. ¡Qué le gustaba nuestra tierra, nuestras costumbres y nuestro humor espontáneo! Me lo dijo una vez en uno de los tarjetones que me enviaba en la mucha y habitual correspondencia que mantuvimos: -¡Qué pueblo maravilloso y qué maravillosos sevillanos!

Tuve la suerte de que aceptara ser miembro del Jurado durante seis años consecutivos, desde 1989 a 1994. Ella se lo pasaba en grande los dos días que estaba en nuestra ciudad. El día de su llegada siempre almorzábamos juntos con Enrique Osborne, que fue el alma mater de la Distinción, y con el resto de los miembros del Jurado que iban llegando de uno y otro sitio en el transcurso de la mañana. Se reía, como una niña, con las ocurrencias, con los chistes y con el revival de las muchas anécdotas que siempre se han dado en el mundo del flamenco de todos los tiempos. Ya por la noche, cuando votábamos en el transcurso de la cena, siempre celebrada en el restaurante "La Albahaca" de la Plaza de Santa Cruz, y compartíamos un rato con los medios de comunicación, me decía: -Emilio, ¿dónde nos va a llevar usted? Pilar, a la que nosotros decíamos siempre doña Pilar, hablaba a todo el mundo de usted, incluyendo a los artistas de sus compañías, y por más que me empeñaba en que me hablase de tú, como buena vasca era terca y siempre ponía el usted por delante. Acompañados por algunos miembros del jurado, unas veces aterrizábamos en el tablao de Curro Vélez; otras en "Los Gallos", pared con pared del restaurante, donde todos los artistas la agasajaban y le dedicaban sus actuaciones; le encantaba ir al tugurio que tenía "Garbancito" en la avenida Blas Infante con el exótico nombre de "Polinesio Bai-Bai", porque allí se reía mucho tanto con el ambiente como con las más raras y diversas actuaciones que se ofrecían en el local; y también pasaba un rato genial en "Portada de Feria", en la calle Castilla, un lugar exquisito y muy bien decorado al lado de mi casa, propiedad de mi amigo Reyes. Le encantaba que yo le contase chistes verdes, y cuantos más verdes mejor. Se reía a mandibula batiente pidiéndome otro y otro. No se cansaba.

Enrique y yo teníamos que estar siempre atentos porque se empeñaba en que ella pagaba el hotel. No había forma de convencerle de que eso no podía ser, que el hotel estaba pagado. Y lo peor era cuando se negaba a coger el dinero que se le daba a todos los miembros del jurado por los gastos de viajes, etc. Como en la cena siempre se nos daba un regalo por parte de la entidad organizadora: una estatuilla, una reproducción de algún elemento significativo de la ciudad, una jarra cervecera de colección o cualquier otra cosa de valor, urdimos el plan de decirle que nosotros le enviaríamos el regalo a su casa de Madrid. Dentro de la caja del regalo es donde metíamos en un sobre el dinero de los gastos. Siempre, a los pocos días, me llamaba Enrique Osborne para decirme lo que yo ya me imaginaba: que doña Pilar había devuelto el dinero con una simpatiquísima tarjeta. También recibía yo una, con una letra peculiarísima que tenía, siempre escrita en tinta verde, dándome las gracias por las atenciones y por lo bien que se lo había pasado. ¡Qué gran señora doña Pilar!

A la mañana siguiente de una de las votaciones, a primera hora llegó a mi casa de Alfarería un hombre que podía pasar por hijo de Alfonso XIII, que es el que aparece en la fotografía detrás nuestra, y le entregó a mi mujer -yo estaba todavía dormido- un paquete de parte de doña Pilar.
Cuando me levanté y me contó lo pasado, le dije que era su secretario particular, una excelente persona, sacada de otro siglo, que era quien organizaba todo el gran archivo de la gran bailaora y de su hermana Encarnación "La Argentinita". El regalo era un echarpe precioso para Loli y una bufanda de firma para mí, con una postal agradeciéndonos que tanto mi mujer como yo hubiésemos compartido la noche anterior con ella. ¡Cosas de doña Pilar!

Muchas veces, cuando yo me acercaba al Alfonso XIII -que era donde la hospedaba Cruzcampo- para tomar un café o un aperitivo antes de la cena de gala, nos sentábamos en la preciosa galería y ya no había chistes, era yo quien me interesaba y muy directamente -a ella le gustaba así- de las cosas de su vida, de la alegría de haber compartido tiempo, emociones y días de arte con Lorca y Alberti, con Ignacio Sánchez Mejías, con Luis Rosales, qué se sentía con ser hermana de la "Argentinita", sus mejores recuerdos, sus mayores desgracias... Doña Pilar no tenía pelos en la lengua ni se cortaba por algunas cosas incómodas que pudiera preguntarle. La vida es así, sencillamente así, Emilio, me decía. No hablábamos de sus éxitos, de sus continuos viajes, de su actividad febril desde 1946 a los años 70, de sus coreografías, de sus numerosas condecoraciones más que merecidas. Hablábamos, yo le preguntaba, por la parte humanista que había encontrado a su paso, por la gente, cómo eran, qué sentían bajo el paragüas de su tutela. Y entonces se arrancaba a hablar con señoriales maneras pero con exaltación profunda, para que nada ni nadie se quedase sin nombrar por los rincones de su alma. Qué duda cabe que sabía más de Ignacio que Andrés Amorós, que fue su biógrafo; más secretos de Lorca que los que haya podido descubrir el hispanista irlandés Ian Gibson; y más de Ramón Montoya y Pastora Imperio y Alejandro Vega que todos los flamencólogos juntos. Ella todo eso lo vivió en primera persona y, como era una mujer tan sensible, lo absorbió con absoluta naturalidad, que es de donde nacía esa fuerza para contar la historia que conoció sin que le temblaran los labios ni el pulso de sus manos.

Aparte del amor que le tenía a todos los bailaores y bailaoras, muy especialmente a "Farruco", a Mario Maya, al "Güito" y a Antonio Gades, ella tenía un icono íntimo para personas que habían pasado por su vida como algo especial, y me hablaba de Manuel Cano con veneración, contándome la anécdota de cuando al subirse el telón de boca en un teatro donde actuaban los flecos del mismo se enredaron con el clavijero llevándose la guitarra hasta el cielo de la embocadura ante la mirada atónita del concertista granaíno; y de Luis Rosales, al que admiraba y me contaba de su mala suerte con el casamiento de una mujer que no seguía sus pasos y a la que apenas si le importaba su literatura y estaba siempre molesta rodeada de tantos libros, deseando de que los vendiera; tenía un cariño muy especial a nuestro común amigo Luis Caballero, siempre tan lorquiano; y especialísimo a Fernando Lastra, ginecólo granaíno al que llamábamos siempre "Lastrón" por su alto porte, anchura y grandeza de corazón, aparte de ser un excelente poeta, compositor muy inspirado y cantaor por fandangos para "comérselo", casi todos ellos dedicados a la Virgen del Rocío, por la que sentía tanta devoción. No tardará tiempo en que nuestro amigo Fernando pase por este blog. Me hablaba de lo humano y lo divino, de su desastrosa vida sentimental, de la muerte de su amado perro...

Esta era doña Pilar fuera de los escenarios. Ella quería que yo moviese el tema para que con la gran herencia de su hermana Encarnación, que permanecía intacta, se pudiera crear una fundación cuyo dinero se destinase a la formación íntegra de los nuevos bailaores y bailaoras del Flamenco. La oferta, ciertamente tentadora, me dió miedo, no porque no supiera sacarla adelante, sino porque eso significaba vivir en Madrid, ciudad a la que admiro, pero sólo de visita, y porque mi trabajo me gustaba demasiado como para dejarlo. Aunque mejor es que me hubiese lanzado sin pensarlo ante aquella propuesta ciertamente generosa e interesante.

Jamás podría yo pensar que la gran maestra de la danza, doña Pilar López, se cruzaría alguna vez en mi camino, o yo en el de ella. El destino quiso que, durante veinte años, fuese una de las grandes personas que pasaron por mi vida.

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