Apurad tanto Dios que encierran nuestra imágenes. Obra de imagineros y, en igual medida, o más, de aquellos de cuya mano nos fueron mostradas. Por eso mi Cristo trianero de la Expiración, más que de Francisco Antonio Gijón, siempre me pareció salido del alma de quienes me dieron la vida y, como parte fundamental de ella, me unieron al Cachorro. Patriarca familiar que atraía la más alta enseñanza, la teología más incontestable al arrancarse la saeta que lo definía -¿lo veis?- como retrao del Dios verdad.
Su cabeza, la proa de su barba, el hacha afilada de su nariz, recogen todo el cielo en la súplica de su cara. Como el Yavé de las escrituras, cuenta el número de las estrellas y las llama a cada una por su nombre. Eso hace el Cachorro, fundiendo en sus ojos la certeza de que esta es la hora de la eternidad.
Su pecho es algo más que pulmón ansioso de aire, Se le hincha entre las costillas el corazón hasta no caberle, ensanchando el tórax, acogiendo sus suspiros y los nuestros. Es la hora del amor.
Sus brazos hacen saltar los garfios que lo cosen a la cruz ante nuestro deseo de abrazarle. Es la hora de la amistad.
Su cintura atrae el viento que dibuja su inconfundible silueta con el sudario abierto a la derecha, paño y cordel drapeando en sus muslos como lo hace el levante en las azoteas de Cádiz. Es la hora de la tragedia.
Y sus pies. Que sostienen el cuerpo gravitando en los clavos para no derrumbarse, igual que una bandera izada hasta el tope del mástil, pabellón de un ideal que defender. Es la hora de la Iglesia.
Cristo que nos pasa por los balcones de la estrecha calle de nuestra vida para que nos agarremos fuertemente a su mano clavada y nos levante de la postración. Cachorro inmortal. Mi Cachorro. Lástima que el poeta no alcanzara a comprenderlo.
Su cabeza, la proa de su barba, el hacha afilada de su nariz, recogen todo el cielo en la súplica de su cara. Como el Yavé de las escrituras, cuenta el número de las estrellas y las llama a cada una por su nombre. Eso hace el Cachorro, fundiendo en sus ojos la certeza de que esta es la hora de la eternidad.
Su pecho es algo más que pulmón ansioso de aire, Se le hincha entre las costillas el corazón hasta no caberle, ensanchando el tórax, acogiendo sus suspiros y los nuestros. Es la hora del amor.
Sus brazos hacen saltar los garfios que lo cosen a la cruz ante nuestro deseo de abrazarle. Es la hora de la amistad.
Su cintura atrae el viento que dibuja su inconfundible silueta con el sudario abierto a la derecha, paño y cordel drapeando en sus muslos como lo hace el levante en las azoteas de Cádiz. Es la hora de la tragedia.
Y sus pies. Que sostienen el cuerpo gravitando en los clavos para no derrumbarse, igual que una bandera izada hasta el tope del mástil, pabellón de un ideal que defender. Es la hora de la Iglesia.
Cristo que nos pasa por los balcones de la estrecha calle de nuestra vida para que nos agarremos fuertemente a su mano clavada y nos levante de la postración. Cachorro inmortal. Mi Cachorro. Lástima que el poeta no alcanzara a comprenderlo.
Siempre con sangre en las manos,
siempre por desenclavar,
no se morirá jamás
nuestro Cachorro expirando.
siempre por desenclavar,
no se morirá jamás
nuestro Cachorro expirando.
Porque sabe a eternidad
su corazón solitario.
Porque se enreda el sudario
la muerte que viene y va.
Porque su pecho es milagro,
coraza de batallar.
Porque no tiene final
tanto amor apasionado.
Porque Dios hizo el Calvario
para esperar algo más.
Qué corto es el Viernes Santo,
qué largo es agonizar,
qué lejos se echa a volar
junto a cada sevillano:
cada alma un candelabro,
cada mirada un cirial.
El luto pierde la edad
y cubre el negro de blanco,
y a la gente de su barrio,
la capa le va nevando
la noche de su antifaz.
Porque Dios se hace regazo
más que triste funeral,
se hace madre, se hace abrazo,
se hace luz sacramental,
se hace voz del que no está,
retrato de Dios verdad
con perfil de ser humano.
¡Ay Cristo crucificado!
por no morirte jamás
-aunque te sangren las manos-
logras que en ti veamos,
Cachorro siempre inmortal,
no al del madero enclavado
sino al que anduvo en la mar.
(FRANCISCO JOSÉ VÁZQUEZ PEREA. "Pregón de la Semana Santa de Sevilla". 2003)
su corazón solitario.
Porque se enreda el sudario
la muerte que viene y va.
Porque su pecho es milagro,
coraza de batallar.
Porque no tiene final
tanto amor apasionado.
Porque Dios hizo el Calvario
para esperar algo más.
Qué corto es el Viernes Santo,
qué largo es agonizar,
qué lejos se echa a volar
junto a cada sevillano:
cada alma un candelabro,
cada mirada un cirial.
El luto pierde la edad
y cubre el negro de blanco,
y a la gente de su barrio,
la capa le va nevando
la noche de su antifaz.
Porque Dios se hace regazo
más que triste funeral,
se hace madre, se hace abrazo,
se hace luz sacramental,
se hace voz del que no está,
retrato de Dios verdad
con perfil de ser humano.
¡Ay Cristo crucificado!
por no morirte jamás
-aunque te sangren las manos-
logras que en ti veamos,
Cachorro siempre inmortal,
no al del madero enclavado
sino al que anduvo en la mar.
(FRANCISCO JOSÉ VÁZQUEZ PEREA. "Pregón de la Semana Santa de Sevilla". 2003)
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