
En este grito de Fernanda, tensas sus manos y el rostro dolorido, se condensan todos los gritos de su raza. Es el cante por Soleá, en tercios libertadores, la rebelión de su casta y la voz quejumbrosa que se ha tenido que callar durante siglos sus destierros, condenas y olvidos.
Ved a esta mujer. No es Fernanda. Es el símbolo de toda su estirpe. Hasta ella llegan los duendes de la raíz primigenia; hasta ella se acercan, por los lagos tapiados de sus ojos, los ecos y llantos de un ayer tan próximo que aún le atezan las carnes morenas, le explota la sangre y le hace reafirmar su efigie acordándose de los muertos de sus muertos, aquellos cayos reales que defendieron la vida de futuras generaciones.
Es un grito descompuesto que tiene sabor de siglos y huele a sangre. Es la rabia que, hoy, tiene visos de perpetuas amarguras y agiganta su acompañamiento con el rictus singular de un claro estremecimiento.
Bernardo Pérez captó este eterno momento en 1984. ¿Quién no vibró y se dolió con ella cuando Fernanda, la de Utrera, se llenaba de duendes en una de tantas noches que acudían a su llamada?
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